Manzanares, 50 años después

Por Álvaro R. del Moral.

En las grandes ferias aún reinaban los colosos de la Edad de Platino. Pero 1969 iba a pasar a la historia del toreo como el año de la ‘guerrilla’ que condujo a El Cordobés y Palomo Linares a las plazas del tercer circuito. Se trataba de plantar cara a la todopoderosa clase empresarial de la época. Se estaba acabando un tiempo y estaba a punto de comenzar otro que, dando la razón a Ortega, no se iba a escapar del crispado ambiente sociopolítico que precedió al cambio de régimen. Se marchitaba la década prodigiosa, sí, pero los grandes aún iban a proyectar a sus epígonos… Josemari era un aprendiz de torero que había bebido el oficio en el regazo paterno. Pepe Manzanares, su progenitor, se había currado en la profesión como banderillero de ámbito local pero era, sobre todo, un bohemio y un didáctico del toreo. Y El Chocho –así le llamaban en el ambientillo taurino de Alicante- supo transmitir a su hijo un concepto casi utópico que su hijo llegaría a materializar en las grandes tardes.

Del primero al último vestido de torear: Fue Palomo Linares, precisamente, el que le regaló el traje blanco y plata –el primero de su vida- que se puso en su debut, el ya lejano 15 de junio de 1969. Le acompañaba un novillero venezolano llamado Nelson Villegas que acabaría afincándose en Córdoba, convertido en peón de festejos modestos. Aquel torerillo caraqueño ha pasado a la historia como compañero de José María Manzanares en esa tarde iniciática. Se lidiaron novillos de Francisco Sánchez y Sánchez y el debutante empleó una muleta y un capote de Paco Camino. El joven aspirante alicantino sorprendió desde el primer lance como un torero hecho. A los testigos de aquella efeméride les llamó la atención su desparpajo técnico, envuelto en una elegante estética natural que sólo era una premonición. La espada, eso sí, no estuvo a la altura de esas cualidades precoces. Pero el público obligó al neófito a dar tres vueltas al ruedo.

Entre esa primera vez y la última, en la plaza de la Maestranza, pasaron 37 años y casi una vida entera. El último día –fue el primero de mayo de 2006- lo sacaron a hombros por la Puerta del Príncipe. No había cortado las tres orejas modernamente preceptivas; ni siquiera había logrado dar un solo muletazo a los dos mulos de Alcurrucén que completaban aquella extraña corrida mixta organizada en el epílogo de la Feria de Abril. Había partido plaza el rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza. En medio, Manzanares y cerrando, el debut novilleril de Cayetano Rivera Ordóñez. Pero el viejo ‘Manzana’ rompió aquel día las cadenas como sólo saben hacerlo los grandes: después de dar muerte a su segundo toro pidió unas tijeras y se las entregó a su hijo Josemari que, entre lágrimas, cercenó la simbólica coleta. El círculo se había cerrado. El maestro había cumplido su misión y fueron los propios toreros -algo se cocía en el ambiente- los que le izaron a hombros. Lo hicieron pasando por encima de los mediocres que no querían descorrer el pesado cerrojo de una gloria que le fue negada tantas veces por mezquindades que no vienen al caso.

La herencia: Han pasado ya trece años pero, posiblemente, en ese momento no se comprendió por completo el gesto del veterano torero. ¿Se había mantenido en activo para mostrar a su hijo el camino correcto? El vástago tenía el don, había nacido con él, pero quedó prácticamente disipado por la vida y la inmadurez de una juventud vivida en las esquinas del toro después de su lujosa alternativa alicantina, el día de San Juan de 2003. Los que conocen y recuerdan los secretos del toreo pueden evocar aquella emocionante ceremonia de doctorado apadrinada por Enrique Ponce que, en gesto de gran señor, entregó la espada al viejo Manzanares -asistía al festejo vestido de paisano- para que fuera el encargado de cedérsela a su hijo. Estaba recibiendo una pesada herencia.

Mientras tanto, apurando sus años en la profesión, el viejo maestro aún salpicaba éste o cual ruedo de faenones antológicos. Aquellos trasteos reveladores enseñaban el verdadero camino a seguir y descubrían a las nuevas generaciones la auténtica dimensión del clasicismo en el arte de torear. Visto ahora, ése era su mejor legado…

El toreo y la vida: Pero hay que retomar el hilo de la vida del maestro. Tres años después del debut en Andújar llegó la alternativa en Alicante de manos del gran Luis Miguel Dominguín, que apuraba su vida taurina. El joven matador alicantino fue figura desde el mismo día de su doctorado y ya no se apeó de esa condición a pesar de los vaivenes de una carrera en la que hubo cimas y simas; idas y venidas; travesías del desierto; faenas inolvidables y hasta fracasos estrepitosos pero siempre, siempre, la fidelidad a un concepto que se revelaba en fechas, plazas y toros que se han convertido en referente.

Podríamos anotar muchas faenas. Hay un trasteo, cuajado a un nobilísimo ejemplar de Gabriel Rojas en la feria de Málaga del 93, que podría definir el punto de armonía al que llegó el toreo de José María Manzanares en su definitiva madurez. Aún le quedaba más de una década para despedirse definitivamente. Los últimos años toreó con el alma y de forma descarnada; despojando a sus muletazos del último resto de retórica o composición. Posiblemente había llegado a rozar la utopía, el definitivo toreo puro, que un día le enseñó Pepe Manzanares, aquel empleado del puerto de Alicante, banderillero ocasional en los festejos del circuito levantino, que forjó una dinastía.

Manzanares puede ser considerado uno de los mejores intérpretes del toreo de todos los tiempos. La cadencia natural de su tauromaquia, que viajó de la retórica de sus inicios a la expresión barroca de su madurez, es una referencia inexcusable que siempre se movió dentro de los cánones del clasicismo. No siempre quiso pero casi siempre pudo y hasta aquella última tarde de Sevilla mantuvo intacta la capacidad de cuajar a los toros a los que atisbaba un mínimo de posibilidades o por simple empeño personal.

Convertido en referente, el maestro fue encontrado muerto en su recóndita finca cacereña una tarde otoñal de hace casi un lustro. Un fulminante paro cardíaco tuvo la culpa de su muerte. Pero entonces ya era eterno… El viejo maestro mediterráneo había escogido ese opuesto rincón extremeño como refugio de algunos naufragios íntimos. En el momento de su muerte vivía una segunda vida taurina y personal proyectada en la eclosión de su hijo Josemari como gran figura del toreo después de los primeros titubeos. La indecisión del hijo había sido la espoleta de la última etapa profesional del padre. Estuvo sembrada de lecciones inolvidables: como la dictada en Antequera; como la faena de Almagro o aquella de Algeciras… Más que un exigente espejo en el que mirarse, el joven Manzanares encontró en su progenitor una piedra angular, el concepto de un arte basado en la búsqueda de la naturalidad y en el apoyo de un sólido oficio. Al bato le sacó a hombros por la Puerta del Príncipe la flor y nata de la torería una tarde crepuscular de primavera. Estaban certificando su condición de torero de toreros, el mejor título que a la postre se pudo llevar a la otra orilla.

Una tarde soleada de octubre se marchó sin avisar.

Publicado en El Correo de Andalucía

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