RAFAEL DE PAULA: 50 AÑOS DE ARTE

Fernando Carrasco / Sevilla ABC

El día 9 de septiembre de 2010, se cumplieron cincuenta años de la alternativa de uno de los toreros más geniales y singulares de la Tauromaquia: Rafael Soto Moreno, Rafael de Paula en los carteles.

Fue Ronda, su goyesca -¿dónde si no?- el escenario para que un chavalito de 20 años, del barrio de Santiago de Jerez de la Frontera, con el cabello negro como el azabache, se doctorase como matador de toros. Flanqueándolo aquella tarde, Julio Aparicio como padrino y Antonio Ordóñez como testigo. Tuvo que ser el destino, los hados o quién sabe, los que pusiesen Ronda en su camino. Porque en Ronda se vistió por vez primera, con un traje alquilado –azul y oro- para actuar por única vez como becerrista. Y tres años más tarde lo volvía a hacer en el mismo ruedo pero para convertirse en matador de toros.

Desde ese momento, la carrera de Rafael de Paula estuvo marcada por la genialidad que da no sólo su toreo, su forma de entender al toro, sino también su vida. Dueño de una personalidad extraordinaria, Rafael Soto Moreno ha sabido sobrevivir a este medio siglo entre capotes sublimes capaces de adormecer a los toros, y faenas en las que la sima y la cima se dieron la mano muchas, demasiadas veces.

Ha sido el todo y la nada en muchas tardes; la pasión y el odio aparejados; la devoción de unos y el desprecio por parte de otros. Torero inigualable, imprevisible; distinto. Torero que arrastró, y arrastra, la maldición de unas rodillas que le han marcado y que se convirtieron en una pesadilla para el del barrio de Santiago, más que las cornadas. En ellas se cebó la crueldad más grande que para un torero como él pueda cernirse: operaciones por doquier y duquelas negras y fatiguitas de la muerte para ponerse delante de un astado.

Pero ahí, cada tarde que se vestía de luces –o azabache, que es la luz de este genial gitano-, haciendo de tripas corazón, volvía a renacer la esperanza, la ilusión por ver cómo tomaba el capote, lo adelantaba y, milagro, resurgía el arte con mayúsculas. Dicen muchos que ha sido uno de los mejores intérpretes del toreo a la verónica. El libro de los gustos siempre aparece en blanco pero, desde luego, algo se ha escrito en sus páginas sobre los lances que dejó Rafael de Paula a lo largo de su trayectoria profesional.

“La música callada del toreo” cantó Bergamín. Música callada que estalló en muchas ocasiones cuando Rafael sublimó el arte de torear. Música sonora, de orquesta sinfónica extraordinaria que rompe en el mejor de los valses, en la más demoledora composición que pueda interpretarse.

Torero capaz de ser recordado por faenas, tardes puntuales pero que quedan grabadas de manera indeleble en la memoria de los aficionados. “El mejor aficionado es al que más toros y toreros le caben en la cabeza”, suele decirse. En el caso de Paula, tardes como la de Vista Alegre en 1974 o aquella de 1987 en Las Ventas, ante el toro “Corchero” de Martínez Benavides, o la de su encerrona en la Maestranza ese último año antes seis toros y su faena al astado de Fermín Bohórquez, sirven para justificar el porqué de un torero sin parangón alguno, dueño de unas muñecas privilegiadas y unas rodillas de cristal. La cima y la sima del torero. Pero también del hombre.

El pasado 9 de septiembre de 2010, se cumplieron cincuenta años de la alternativa de un genio delante del toro; de un torero inclasificable porque el arte, cuando adquiere dimensiones como las de su toreo, no puede tener ni puertas ni vallas; no se puede cuantificar de manera alguna. Rafael de Paula, medio siglo de alternativa; cincuenta años de arte elevados a la máxima potencia.

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