Pamplona era otra Fiesta

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Hemingway en Pamplona en 1925 con los amigos que inspiraron ‘Fiesta’. De izquierda a derecha, el escritor, Lady Duff Twysden, Hadley Hemingway, y Harold Loeb. JOHN F KENNEDY PRESIDENTIAL LIBRARY AND MUSEUM

Por Ricardo Fresán.

Noventa años después de su publicación, la novela Fiesta sigue siendo un gran libro cuyo tiempo ha pasado (sus hoy lugares comunes fueron, tenedlo claro, descubiertos por primera vez por y en él), pero para el que no ha pasado el tiempo. Solo su primer capítulo enseña más que todo un taller universitario de escritura creativa. No ocurrió lo mismo —no ocurre con nadie—con su autor.

Hacia el final de su vida, caían sobre Hemingway los relámpagos del electroshock, intentaba arrojarse a las hélices en marcha de aviones a punto de despegar y sollozaba un “Ya no sale”. En julio de 1961 —con el pasado y el presente, lo que fue y lo que pudo haber sido, la verdad y la mentira confundiéndose en la trama de sus días—, Hemingway, un amanecer de hace ayer 55 años, se sentó a mirar fijo el ojo de un rifle. Y el sol dejó de salir.

Lo primero que el lector encuentra en The Sun Also Rises (la novela traducida al español como Fiesta, título con el que su autor se refería a ella mientras la escribía) es eso de “Ningún personaje en este libro es el retrato de persona real alguna”. Esto, por supuesto, no es cierto; y de ahí que arranque así, mintiendo. Una vez colada esa advertencia justo al principio, todo vale y vale todo, una regla que conoce cualquier narrador.

No tenía problemas en hundir a todo aquel que lo rodease. Y sus libros no contaban con suficientes botes salvavidas

Hemingway, también se conoce: era un gran escritor y un muy mal tipo. A la hora de trasladar al plano vital los preceptos de su célebre teoría literaria del iceberg (el que solo se atisbe la punta de la trama y el resto permanezca sumergido), para él todos eran el Titanic. Sí, Hemingway no tenía problemas en hundir a todo aquel que lo rodease. Y sus libros no contaban con suficientes botes salvavidas para tantas esposas e hijos. Capítulo aparte merecen los colegas que habían tenido la osadía de ayudarlo en su carrera, como Sherwood Anderson, Ezra Pound, Gertrude Stein, John Dos Passos y Ford Madox Ford, y muy en especial (torturándolo a lo largo de los años y hasta su triste y solitario final, con algo demasiado parecido al sadismo) Francis Scott Fitzgerald, quien aportó sugerencias precisas y cortes decisivos que mejoraron notablemente el manuscrito de Fiesta. Esto lo prueba la indispensable reedición de la novela en 2014 The Hemingway Library, que incluye descartes y la crónica/génesis para The Toronto Star Weekly ‘Pamplona, July 1923’. Ya se sabe que no hay defecto más incómodo y vergonzante que la gratitud para todo aquel necesitado de creerse un hombre hecho a sí mismo, que además entiende la vida como un safari.

Fiesta no es la excepción a esta regla —es casi la norma fundacional— de la fómula Papa de creación por aniquilación. Un libro recién aparecido en EE UU cuenta ahora las historias tras su historia y anuncia sus intenciones ya desde su muy astuto, expresivo y sincero título: Everybody Behaves Badly. Porque como se lee en Fiesta, “todo el mundo se comporta mal si le das una buena oportunidad”, y la investigación de Lesley M. M. Blume lo deja claro. La periodista no deja botella de Pernod sin descorchar o cama sin destender ni a luminoso personaje supuestamente imaginario sin descubrirle su sombra real. Este after party de Fiesta se une a otras vitales autopsias de obras maestras (recientemente las hubo de Alicia en el País de las Maravillas, de El retrato de una dama, de Huckleberry Finn, de El gran Gatsby, de Ulises, de Lolita y de Doctor Zhivago).

Fiesta es un muy bien dotado roman à clef e impotente love story (pocas cosas le interesaban más a Hemingway que la sexualidad y tamaños ajenos como maniobra distractora para no pensar en lo que ocurría entre sus piernas y dentro de su cabeza), también una puesta al día del mito de Circe y de las novelas de Henry James con apolíneos norteamericanos desmelenándose en el dionisiaco viejo mundo.

La novela de Hemingway es una de las mejores guías de turismo aventura jamás escritas. Da saltos a lo largo de 1925 entre Francia y España, poniendo a Pamplona y al ritual de los sanfermines en el mapa del imaginario colectivo. También es uno de los textos clave de lo que sería conocido (Gertrude Stein dixit desde el epígrafe) como la Generación Perdida recuperando el tiempo extraviado en la I Guerra Mundial. Seguramente, la mejor novela publicada en vida por Hemingway y antecedente existencial-sentimental de En el camino, de Jack Kerouac, y de tanto tótem iniciático posterior. Y, last but not least, en buena parte el libro es el culpable inicial que autoriza a extranjeros a venir a hacer el jackass en playas y discotecas y balcones y piscinas de hotel.

Fiesta, en perspectiva, es también la piedra fundamental del automitómano parque temático Papa Hemingwayland que, de tanto visitarlo, convirtió a su arquitecto en un adicto a su propia leyenda en la que el personaje devino en caricatura y pastiche de sí mismo.

Pero antes de todo eso, en el Quartier Latin, el joven cuentista y corresponsal extranjero, casi desconocido pero en todos los lugares correctos, se sentó a escribir este perfecto retrato de su tiempo y de los suyos. Todo orbitando alrededor de la pasión ya imposible de consumar entre el personaje de la aristócrata bohemia Lady Brett-Ashley (directamente inspirada en Lady Duff Twysden) y Jake Barnes (llamado Hem en una primera versión, pero con una herida de guerra más grave e “imposibilitante” que la de su creador). Los acompañan el judío errante llamado en la novela Robert Cohn (el también escritor y hoy casi olvidado Harold Loeb, anfitrión generoso de recién llegados a la café society parisiense, compañero de tenis de Hemingway y rival en casi todo lo demás, incluyendo las atenciones de la volátil y promiscua Lady, por la que llegaron a los golpes), el igualmente inestable y etílico prometido de la Lady en cuestión Mike Campbell (alter ego del arruinado Pat Guthrie) y una manada de aristócratas decadentes y expatriados británicos y norteamericanos y algún torero (acaso el único centro moral del asunto) reescrito a partir de los matadores Pedro Romero y Cayetano Ordóñez, y muchos toros.

La virtud del muy bien escrito y estructurado libro de Blume es que hace muchas cosas y todas las hace bien. Funciona como estudio crítico; como panorama histórico; como biografía de una personalidad patológica que ya trazaba fríamente el plan de inevitable celebridad descartando primera esposa y aliándose y traicionando según convenga; como making of editorial de lo que resultó ser un muy risqué e instantáneo best seller (abundan en él destellos de antisemitismo y homosexualidad); y como encendido libro de fan. Blume consigue el primario efecto secundario deseado a las pocas páginas: la necesidad impostergable de volver a leer Fiesta.

Esta semana —invocando más su vida que su obra— miles de personas reales correrán por las calles de Pamplona intentando que ningún miura los convierta en personajes de selfies y tuits mucho pero mucho peor escritos y enfocados que la perfecta e insuperada Fiesta.

Me pregunto cuántos de ellos la habrán leído.

Publicado en El País.

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