Las despedidas de los toreros: Luis Procuna

En la imagen Luis Procuna observa cómo dobla su último toro en la Plaza México. Marzo de 1974. Foto Paulina Lavista.

Cuando Curro Romero saludaba a la verónica, siempre se despedía con una media. Una, no tres.

–En la calle yo no me despido de la gente tres veces.

 Ignacio Ruiz Quintano.

Luis Procuna se enfrentó en su época al naciente monopolio del toreo para defender los intereses de los matadores 

Dos meses después de despedirse para siempre de los ruedos, en 1974, Luis Procuna se aferraba al recuerdo triunfal de esa tarde postrera.

“No quiero despertar de la última ovación”, dijo en una entrevista realizada por Francisco Ortiz Pinchetti y publicada el 1º de mayo de ese año en Revista de Revistas, el semanario de la casa Excélsior que entonces dirigía Vicente Leñero.

El Berrendito de San Juan, muerto trágicamente un jueves 10 de agosto de 1995 junto con su esposa Consuelo Chamorro y otros 63 pasajeros —entre ellos 15 mexicanos— cuando el avión en que viajaba a Managua se estrelló en las faldas del volcán Chinchontepec, en El Salvador, repasó en esa entrevista momentos culminantes de su carrera taurina y relató la lucha que encabezó en defensa de la dignidad de los toreros mexicanos, lo que le valió ser vetado durante 10 años. 

Habló también de sus sueños y sus miedos, de sus supersticiones y amarguras y, sobre todo, de la postergada ilusión de su despedida en la misma Plaza México que inauguró al lado de Manuel Rodríguez Manolete y Luis Castro El Soldado el 5 de febrero de 1946 

El siguiente es el texto de la entrevista: 

Por Francisco Ortiz Pinchetti.

Luis Procuna no quiere despertar: está aferrado al sueño que él mismo nunca soñó que viviría alguna vez.

—¡Esto ha sido algo grande! —exclama, dejando que el gozo le humedezca los ojos y le seque la garganta.

—¿Y ahora? —se le acosa.

Procuna calla no está dispuesto a que una respuesta venga ahora a derribarlo todo, ni quiere que su propia voz acalle el eco de las aclamaciones delirantes que, casi dos meses después, resuenan aún en sus oídos y que tanto costaron.

Mejor respira hondo, a plenitud, para sentir cómo la mañanita fresca, olorosa a pino, penetra por las fosas de su nariz e inflama sus pulmones bronquio a bronquio, estira el cuerpo y levanta ambos brazos, mientras una sonrisa remarca las arrugas de su rostro, de por sí tan risueño. Luego, echa a andar por la vereda del bosque, entre los árboles enormes que dos veces le vieron emprender el mismo camino.

La primera vez tenía la apariencia de un chamaco de 16 años y una figura espigada; un mechón de pelo blanco destacaba entre su cabellera negra y su corazón estaba hinchado de ilusiones: era un taquerito humilde que quería ser torero. La segunda vez, en cambio, fue un hombre robusto, cincuentón ya, con la cabeza entrecana, el que recorrió esos senderos asido a la ilusión postrera; pero con tanto afán —o más—, como si fuera, otra vez, la primera. 

El mismo Desierto de los Leones, con su camino tortuoso, con su bosque de pinos, con sus veredas, con su convento centenario, con sus ermitas perdidas y su color y su aroma y su soledad tempranera. Ahí, el joven Luis Procuna solía hacer ejercicio con sus compañeros de aventura en aquellos días duros de los comienzos, cuando había que aguantarlo todo, sufrirlo todo, para poder echar la capa ante un novillejo de media casta.

Ahí mismo, muchos años después, volvió Luis en busca de oxígeno y frescura, para en su tranquilidad prepararse, día tras día durante dos años, para torear una tarde que él mismo dudó muchas veces que llegaría: la tarde de su despedida en México.

—¿Y ahora?

DIEZ AÑOS DE ESPERA

Vereda abajo, de cara al sol que lucha con el follaje para ganar una ranura de acceso a la humedad nocturna del bosque, Procuna cuenta sus cosas, prosigue el relato que inició una hora antes a las puertas de su casa en Polanco, y que continuó a lo largo del trayecto hacia el Desierto, a bordo del automóvil.

Esta vez ha venido sólo para charlar, para hacer recuerdos, mostrar lugares y buscar un perro negro que, si existe, se llama Capulín

—Pasaron casi 10 años —dice el torero con su peculiar estilo agitanado de hablar—, para que llegara ese día diez años postergado, porque consideré que la actitud de un hombre ha de ser siempre cabal y siempre auténtica. Yo estaba en plenitud de facultades pero me pararon, me cerraron todos los caminos.

A las siete de la mañana el bosque está envuelto en una tenue niebla, pero el fresco no llega a entumir los músculos, sobre todo los de Procuna, que poco a poco van entrando en calor a medida que se suceden los ejercicios llenos de fibra.

—Casi se reían de mí decían que a qué le tiraba un viejo como yo, lo aguanté todo otra vez como cuando empecé: tuve que buscar dónde torear, aceptar lo que fuera, alternar con segundones y con novilleros, matar el gusanillo en las tientas o en las capeas de los pueblos.

Luis Procuna era secretario general de la Unión de Matadores, cuando se inició la formación de una empresa monopolio que adquirió el manejo de las principales plazas del país, incluyendo las dos de la capital. 

El líder se opuso a los monopolios, en defensa de los toreros que se verían así a merced de los empresarios.

—No di un paso atrás y me gané la enemistad de los negociantes de la fiesta, cuyo principal representante era Angel Vázquez, un cubano gallego, empleado de Alejo Peralta, al que sacaron del negocio del beisbol para ponerlo al frente de la empresa de toros. Un déspota, que no se andaba con rodeos: “Lo tomas o lo dejas”, le fue diciendo a los toreros, el tenía las plazas y decir “lo dejo” equivalía a quedarse parado. Como me quedé yo, Vázquez maniobró y presionó para que la mayoría de los toreros me volvieran espalda  y me dejaran casi solo en la lucha.”

—Esa —dice ahora—, es la mayor amargura que haya tenido en toda mi vida: la traición de mis compañeros.

Virtualmente solo —únicamente permanecieron a su lado Jesús Córdova, Víctor Huerta y algunos otros—, la combatividad de Procuna menguó necesariamente con el paso del tiempo.

Con todo, no transigió se mantuvo firme.

Después, la decisión de su hijo Luisillo de seguir sus andanzas taurinas, lo hizo revivir en esperanzas, el cachorro, pensó, llegará a ser figura: será el mandón, el mesías de la fiesta y los empresarios, todos, tendrán que doblar las manos para contar con su nombre en los carteles.

Mientras Luisillo daba sus primeros pasos ante las vacas bravas bajo la tutela de los Domecq, allá en Jerez, España, el padre se deshacía en ansias y fraguaba planes: en una misma tarde, Luis Procuna daría la alternativa a su hijo y éste, a su vez, le cortaría la coleta al viejo.

Llegaban referencias de los taurinos españoles que habían visto a Luisillo en alguna tienta: “Tiene madera”; “Ahí hay un torero”; “Tiene clase el chamaco” La ilusión del padre iba en aumento Hasta que empezó, lentamente, a decrecer: vino el debut y la primera campaña en España, sin mayor fortuna Luisillo no daba el “campanazo” esperado.

Tampoco lo dio a su regreso a México. Había que perseverar en el empeño pero…

—Ni hablar no nació para esto dice, casi sin amargura, Procuna padre.

¿IR POR DOS VACAS A TEXAS?

La cosa dolió no en vano tantas ilusiones, tantos empeños Luisillo se cansó un día y decidió dejar solo a su padre, a quien solía acompañar a sus caminatas matinales por el Desierto.

—Cada vez le notaba yo menos entusiasmo se cansaba ya le pesaban los viajes, los sustos, la eterna búsqueda del toro. Una vez me invitaron a torear un par de vaquillas en Texas voy, dije obviamente el, no.

El me dijo: “Pero, papá, ¿ir hasta Texas por dos vacas?” No fue. Yo seguí mi camino solo, hasta que mi sobrino César aceptó apoderarme y jaló conmigo, sin el menor interés.

Fueron dos años duros, en espera del día anhelado la ilusión de la despedida en la plaza grande, con todos los honores, mantenía el entusiasmo de aquel que fuera llamado popularmente El Berrendito de San Juan, por su mechón de pelo blanco, y que hoy sería más bien cárdeno cincuenta años de edad pesan. 

Y a falta de actividad taurina —en esos dos años no toreó más de unas 15 corridas—, había que mantenerse físicamente en forma ¿Cómo? acudiendo todas las mañanas al Desierto de los Leones, para caminar, correr, brincar, hacer sentadillas, pararse de cabeza y regresar desde el convento hasta La Venta —cinco kilómetros—, caminando hacia atrás.

—Gracias a eso pude correr como un chamaco en el ruedo y hasta poner un par de banderillas —acota el hijo de doña Amparo Montes de Procuna, quien tenía un puesto de tacos de “nenepile” en la esquina de San Juan de Letrán y Ayuntamiento y que no se opuso a las correrías toreras de sus chavales Angel y Luis.

Al descubrirlas, empero, les hizo un advertencia: “O se arriman, o dejan eso si son toreros tienen que ser de los buenos”

Angelillo Procuna, quien guió los primeros pasos de Luis en la desaparecida placita “Ford” de la Villa de Guadalupe, no llegó lejos.

El Berrendito, en cambio, se convertiría en una de las figuras más populares y de mayor arrastre que haya habido en México.

DE “PINTURERO” A “CAPORAL”

Para llegar a ese sitio, Luis Procuna tuvo que dejar los tacos y emprender la dura lucha de los maletillas. Hasta que se vio incluido en un “Jueves Taurino”, festejo que organizaba en el viejo Toreo de la Condesa don Joaquín Guerra, ahí hubo suerte y el chaval saltó a las novilladas formales. Vinieron los triunfos y su nombre tomó fuerza entre los “punteros” de la novillería Su toreo personal apuntaba ya la hondura, el dramatismo, que al correr los años lo harían descollar.

Procuna tomó la alternativa en Ciudad Juárez, de manos de Carlos Arruza, en el otoño de 1943 Y el 26 de diciembre de ese mismo año, la confirmó en “El Toreo”, siendo su padrino Luis Castro El Soldado y testigo Luis Briones Pinturero, de San Mateo, fue el toro de su doctorado, con el cual consiguió una de sus grandes faenas.

Durante casi 20 años, Procuna se mantuvo entre las figuras, tanto aquí como en Sudamérica, donde tuvo gran cartel.

A España fue en dos ocasiones, en cada una de las cuales toreó una treintena de corridas, sin mayor fortuna En su carrera se llevó “muchos millones de pesos”, según sus palabras y también 20 cornadas.

Todo palidecía, sin embargo, ante la perspectiva de la última tarde Y llegó finalmente, el pasado 10 de marzo, cuando Luis Procuna partió Plaza —en el mismo coso que inauguró con Manolete y El Soldado el 5 de febrero de 1946—, al lado de Jesús Solórzano y Eloy Cavazos, bajo una lluvia de confeti y una ensordecedora ovación.

El resultado de esa jornada superó todos los sueños del torero, cuyos ojos no dejaron de llorar durante toda la tarde: envuelto por el conmovedor cariño del público, Procuna cuajó con Caporal —un toro entrepelado de la ganadería de Mariano Ramírez, marcado con el número 160—, una de las más grandes faenas de su vida, culminando así su carrera taurina con el triunfo clamoroso, que se le premió con las orejas y el rabo de su último enemigo.

Entonces Luis Castro El Soldado y Luis Briones le cortaron la coleta.

“FUE COSA DE ALLA ARRIBA”

Además de la emoción de la despedida y del triunfo, Luis se llevó en su última actuación una buena suma de dinero, incrementada notablemente por la exención de impuestos que concedieron las autoridades

—No voy a decir cuánto, pero me quedó lo necesario para bastarme a mí mismo por el resto de mi vida —confía.

Procuna se ha trepado en un tronco caído repite los ejercicios gimnásticos: una, dos, tres, cuatro; una, dos, tres, cuatro, luego toma aire inhala expele. Luego vuelve a caminar:

—Yo soy católico —va diciendo, aunque sea de esos remolones creo en la Virgen de Guadalupe, en Papá Chui, como yo le digo, y créame: para mí, todo esto ha sido cosa de allá arriba Yo palabra, no me merecía tanto, fue cosa del cielo, ¡verdad de Dios!

Otra vez, los ojos del Berrendito se han llenado de lágrimas “No se imagina usted lo que fue aquello el puro recibimiento, ¡por Dios! para avanzar dos cuadras en el coche, de la glorieta de San Antonio a la puerta de la plaza, tardamos ¡20 minutos! la gente se amontonaba, se atravesaba: me aplaudía, me gritaba, me quería tocar. Eso, nomás eso, le afloja las piernas a cualquiera luego, échele, la plaza, y la gente, y el toro, y el triunfo, y la despedida”

Por eso, porque fue “algo grande” y porque trajo una secuela de agasajos, enhorabuenas, charlas y festejos —además del desahogo pleno, porque se puso a decir cuanto quiso—, Procuna evade pensar, ya, en el futuro.

Prefiere seguir hablando de esos dos años en el Desierto de los Leones y de cómo él y su sobrino César iban contando los días “que faltaban” para la despedida, sin siquiera saber cuándo sería ésta.

—Algunas veces me vine solo, a las tres o cuatro de la madrugada Fue en una de esas noches cuando se me presentó Capulín, un perro negro, corriente, de cara simpática. Me salió de pronto, como me salió varias otras veces Capulín se convirtió en mi compañero. Caminábamos juntos y yo le platicaba mis cosas ¿Verdad? El, muy serio, me daba consejos, me animaba claro, era yo mismo el que me contestaba, pero para mí que era el canijo perro ¡Que tío! Además, me hablaba siempre con tino, no fallaba.

Como lo encuentre, lo voy a llevar a la casa para que viva como príncipe.

—¿Que hay de las supersticiones?

—¡Tremendas! Llegaron a obsesionarme, por Dios al grado de que si usted me decía: si no caminas tres veces de aquí a ese árbol te va a pasar algo, pues yo iba y venía tres veces de aquí al árbol. Se me quitó un día que toreé en Caracas: al salir del hotel me había topado con un elevadorista tuerto, ¡imagínese!; luego con un entierro, con un casamiento; el toro era el número 13, en fin en la plaza de Caracas hay una placa conmemorativa de mi faena de esa tarde ¡Al diablo la superstición!

Ahora hay una sonrisa grande en la cara de Luis, que asegura que no volverá “ni a tocar” un capote o una muleta Y, en efecto, se niega a hacerlo cuando muestra los avíos que aún se encuentran en la cajuela del auto y con los cuales entrenaba el Berrendito.

—¡Me da una tristeza verlos pero no: no voy a tocarlos nunca al menos, eso me propongo aunque sé que no es fácil aguantar las ganas de echar unas capotazos aunque sea al aire ¡O ante una vaquilla!

La espera terminó la tarde de la despedida, esa despedida que tanto le costó en empeños y que lo mantuvo taurina y humanamente “vivo”, llegó y pasó.

¿Y ahora? ¿Qué va a hacer Luis Procuna?

“TACOS ESTILO PROCUNA”

De nuevo en el auto, de regreso a la ciudad, el extorero no tiene más que salirle a la cara a la pregunta cuando voltea, su expresión es amarguísima:

—Es que no puedo, no quiero despertar esto es para mí un sueño No quiero que acabe.

—Pero va a acabar.

—¡Claro! Por eso estoy arreglando todo para que ese despertar, que va a ser muy duro, me agarre estando ya metido de plano en otra actividad; para que no me deje llevar por la nostalgia Mire: acabo de comprar dos restaurantes estoy por reinaugurarlos ¿Sabe? La comida va a ser mi línea Y los tacos, ¿por qué no? Tacos estilo Procuna, sí señor.

Se le ilumina el rostro cuando lo dice:

—Yo jamás he renegado ni me he avergonzado de mi origen humilde creo que por eso el cielo me ha dado todo este gusto Y no me da pena decir que voy a volver a los tacos a lo mejor, hasta a los de nenepile.

“Mire, mire —se va animando al relatar sus planes—: Luis Procuna salió del pueblo, es del pueblo; pero Luis Procuna está por delante y no va a vivir a expensas del pueblo, ¿verdad?: se va a bastar a sí mismo ¿Cómo? Trabajando vendiendo tacos ¡Y qué tacos! Eso sí: higiene y calidad, antes que nada Y también precio, qué caray a ver quién puede con el viejito Procuna

También se le mira feliz cuando habla de los suyos de Consuelo Chamorro de Procuna, su mujer —”que vale y que tiene muchos millones, pero de los cuales nunca he querido vivir”—; de sus hijos: Amparo, la mayor; Luisillo, que ahora estudia arte dramático en Estados Unidos; Flor, la actriz; Carmen María y Javier Rosendo, el menor de todos, que ya tiene 18 años.

—¿Está satisfecho?

—Más que satisfecho creo haber cumplido como hombre cabal en todo: a mis hijos les he dado una carrera cumplí con mis compañeros, a costa de muchos padecimientos. Ahora he tenido el regalo del cielo que ha sido mi despedida Y todavía he podido darme el gusto de decir mi verdad: de decirle sinvergüenza al que se lo merecía ¿Qué más puedo pedir?

“Quiero asentar, que quede claro, que si me tuve que quedar callado varios años, escondido como un marica, fue por que de otra manera mi despedida hubiera sido imposible Cuando pude y cuando debí, luché y hablé por mis compañeros. Después, cuando ellos mismos me dejaron solo, consideré que era justo también ver por mí mismo. Me aguanté para quedarme callado ahora he hablado después de justificarme en la plaza; después de demostrarles a todos que el viejito Procuna era todavía capaz de poner a la plaza de cabeza.

Carlos Arruza —dice de pronto, mientras el auto pasa justo donde una cruz marca el lugar donde se mató el Ciclón, en la carretera México-Toluca—, fue otro de mis consejeros en estos dos años tan duros. El creyó en mí `Adelante, Luisón’, me decía cada vez que pasaba por aquí, claro, era yo mismo el que me decía”

—¿Qué es ahora lo que más desea Luis Procuna?

—¡Caray! No despertar No despertar nunca de este sueño ¡Por Dios!

Salvador Elizondo escribe en su Cuaderno de Diario número 35, páginas 129 y 130.

Domingo 10-III-74. —Fuimos a los toros. Despedida de Procuna. Fue muy emocionante para mí porque es el primer torero cuya carrera conozco desde que era novillero y luego en sus momentos de más éxito. 

Hoy hizo una buena faena, pero fue una tarde tristona.

Twitter @Twittaurino

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