TAUROMAQUIA: ¿Qué es un toro bravo?


Por Alcalino.

Vea usted dónde nos ha metido la resonancia que tuvo la corrida con la que reapareció en la Plaza México la prócer divisa de Piedras Negras

De entrada, la gente saludó con una ovación no ya la aparición del primer toro, sino la simple exhibición de la pizarra con el nombre de esta vacada fundacional de la bravura en México. Luego fueron saliendo uno a uno los astados de Marco Antonio González Villa, que terminaría la tarde paseado en hombros por sus incondicionales. Y eso que el encierro piedranegrino no fue precisamente parejo ni en tipo ni en peso ni en atributos. Tampoco fue posible distinguir entre lo seis ningún toro ya no digamos de bandera, sino de comportamiento bien definido y que fuera a más durante su lidia. ¿Cómo es, entonces, que el encanto inicial no se rompió, ni siquiera cuando la blandura del quinto lo hizo claudicar repetidamente, o cuando algunos más –el primero, por ejemplo– regateaban la embestida y, con más sentido que casta, se resistían a completar sus viajes sin buscar al torero?

Seguramente porque la sola presencia del toro compensa muchas cosas. Y porque gracias a ella –y fundamentalmente a Él–, una corrida cualquiera nos transporta hasta donde el post toro de lidia mexicano nunca será capaz. Si con éste bucólico sucedáneo de la bravura “la gente se duerme en el tendido” –José Antonio Campuzano dixit–, ejemplares como los del domingo 19 –buenos o malos– mantienen la tensión en la plaza y en alerta constante a los matadores y sus cuadrillas. Hablamos, evidentemente, del bendito clima emocional que ha garantizado la supervivencia de la tauromaquia durante casi tres siglos. 

De ese algo que, si se le escamotea a una tarde de toros, automáticamente la vacía de contenido, dejándonos atenidos a esporádicas florituras más o menos vistosas, más o menos artísticas y más o menos triunfales, pero inaccesibles a la sacudida emocional propia del toreo ejecutado a toda ley. Una ley que pertenece a su trasfondo mítico y que implica al toro auténtico, protagonista fundamental y portador exclusivo de la sensación de genuino riesgo sin la cual el arte de torear flaquea irremediablemente.
 

A vueltas con la bravura

 
Allá por los años 60 surgió un animado debate que desde Andalucía se extendió a todo el ámbito taurino. Álvaro Domecq y Díez, ganadero y exrejoneador, asociaba el concepto de bravura al impulso del toro –pulido por la selección– que atacase de frente, fijo, humillado y sin tregua, a aquello que lo incitara; por contra, Luis Bollaín –pluma filosa y agudo observador del toro en el campo y en la plaza– sostenía que el verdadero atributo del bravo tenía que ser la fiereza, incluso sin ese revestimiento de suavidad implícito en la definición del caballero jerezano. En el fondo, era una lucha entre dos conceptos del toreo y de la Fiesta misma: el antiguo, caracterizado por valorar la capacidad del lidiador para domeñar con técnica, arte, inteligencia y valentía la casta de un enemigo mortal; y el moderno, correspondiente a un espectáculo de masas con el afán estético devenido en objetivo primordial, sin que esto significara la eliminación del peligro que todo torero digno de ese nombre debe arrostrar. 

Nótese que, bien entendidas ambas ideas por divergentes que parezcan, el equilibrio entre hombre y bestia se mantenía en pie: si en el toreo a la usanza antigua –la “clásica”, según Bollaín– el genio del animal ponía a prueba la destreza del lidiador y era capaz de castigar duramente una mínima duda o error de su parte, la concepción evolucionada del toreo como un arte basado en otro tipo de exigencias –geometría, precisión y estética elevadas a su máxima expresión– no por eso dejaba de mantener en pie el equilibrio ético, precisamente porque el toro –aunque afinado de estilo y prestaciones– seguía siendo capaz de acometer con celo y comprometer la seguridad física del diestro, enfrentado al desafío de hacer arte al filo de la muerte. Con lo que la tauromaquia mantuvo en alza su rasgo más característico: la propuesta de un sacrificio ritual en el que la víctima se puede convertir en victimario.
 
Develando el misterio

Raúl Dorra –lingüista, semiólogo, antropólogo, escritor–investigador y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua– ha resaltado esta ambigüedad como una marca que, a su riguroso saber y entender, es exclusiva de la tauromaquia. Y, yendo más allá, identifica en ella una probable alusión a la fragilidad humana –la permanente posibilidad de errar, flaquear y caer– en nuestro obligado enfrentamiento a las leyes y poderes de la naturaleza, que, a su manera, el toro de lidia encarna. 
Hermoso hallazgo, con tanto de científico como de poético, que agrega un sentido oculto más a la mitología de la corrida.
 

El toro mexicano

En México, la bravura se aclimató, definió y asoleró en términos muy peculiares. Y llamativamente diversos, una diversidad que produjo la mejor época de nuestra tauromaquia –entendida en sentido universal, no sólo practicada por mexicanos–; la estandarización de los encastes marca más bien su decadencia. Salvo La Punta –es decir, Parladé–, no fueron nunca toros demasiado voluminosos, aunque sí de buenas hechuras. La clave residía en su sangre, esa bravura primigenia que el genio de tres o cuatro grandes criadores fue moldeando hasta alcanzar cotas de fijeza, clase y alegría realmente únicas, que se irían afinando hasta más allá de la mitad del siglo XX.

¿Salía ese toro todas las tardes? 

Desde luego que no. Lo normal era ver reses poco propicias, con abundancia de toros vulgares: mansos, broncos, resabiados, flojos, quedados, deslucidos… Como en toda la historia del toreo. Mas unos y otros conservaban y transmitían peligro. Y lo traducían en cornadas, pero también en gestas toreras que por eso mismo cobraban otro valor. 

Una realidad que se extiende desde lo profundo de los años 20 hasta bien entrados los 80. Aunque con un asterisco importante: al venir Manolete empezó a generalizarse el afeitado, cuya principal rémora está en la pérdida de certeza del animal para hacer un uso agresivo de los pitones. Aun así, esos toros astimenguados causaban heridas frecuentes porque los impulsaba su casta brava.

Justo lo que el post toro de lidia mexicano ya casi no tiene. No es agradable –pero sí ilustrativo– repasar las estadísticas de toreros heridos en este país a lo largo de la historia. Los números están ahí, y la gráfica resultante revela un descenso escandaloso a lo largo de este siglo. Si es verdad que al buen aficionado no lo guía el morbo,  la ausencia de riesgo aleja de las plazas tanto al aficiónado fiel como al simple curioso. Y la pinza se ha cerrado con el mortal aburrimiento que preside hoy la mayoría de nuestras corridas. Si se suman precios prohibitivos, simulación del castigo en varas, duración exagerada de faenas y festejos, negativa de los “ases” y hasta de los segundones a enfrentar toros íntegros, signos todos ellos de decadencia –se perdió el equilibrio de fuerzas, del que se deriva la fuerza emocional del toreo y la pasión del aficionado–, toda especulación que no se centre en el toro auténtico sale sobrando.

Por eso son bienvenidos debates como el que Piedras Negras suscitó durante la semana.

 

Camino y los berrendos no fueron una isla
 
Este 31 de marzo se cumplen 54 años de aquella histórica tarde, en el desaparecido El Toreo de Cuatro Caminos, en que Paco Camino cuajó dos faenones “imposibles” –porque le correspondió un lote dificilísimo– a sendos toros con toda la barba, de pinta berrenda y procedencia Santo Domingo: cortó a ley cuatro orejas y un rabo. El sevillano era una de las figuras eje de una temporada que resultó completísima, y no rehuyó enfrentar astados de ocho hierros distintos a lo largo de sus ocho actuaciones en la México y El Toreo. Tampoco su paisano Diego Puerta, que tuvo su tarde más completa (13.01.63: cuatro orejas) con un corridón de Tequisquiapan que provocó media docena de tumbos. Similarmente, El Viti toreó La Punta y Pastejé. Y los ases mexicanos –Huerta, Capetillo, Silveti, Leal– también le salían a lo que les echaran. No es que desatendieran la elección de buenas ganaderías, pero sin soñar con toritos inofensivos, buenos para practicar con ellos el encimismo luego de un penoso simulacro de la suerte de varas.

Fue aquella una temporada de llenos absolutos y en sus 19 corridas se cortaron 26 orejas y 3 rabos, lo cual no refleja la cantidad de toros inmortalizados. Porque además de “Gladiador” y “Traguito” de Santo Domingo, el de Camas la armó con “Novato” de Mariano Ramírez y “Catrín” de Pastejé, Capetillo con “Tabachín” de Valparaíso, Huerta con “Romancero” de Mimiahuápam y “Macareno” de Cabrera, Leal con “Carpintero” de Pastejé, Puerta con “Tortolito” y “Bandolero” de Tequisquiapan

Publicado en La Jornada 

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