Rafael Ortega, el maestro del toreo puro que no pudo llegar a figura Por Joaquín Vidal

Rafael Ortega.

Publicado el lunes 23 de febrero de 1987 en El País.

Va por Madrid tiritando de frío, las solapas del abrigo levantadas hasta casi taparle aquel pelo que fue rubio y hoy es blanco como la nieve que cae en alborotados copos, y lo mismo se le ve torero. Fue torero en la plaza y es torero en el asfalto. 

Desde que Rafael Ortega, el diestro de la Isla, se hizo matador ya con 28 años, por la década de los cincuenta, se le consideró maestro en tauromaquia. Nadie desde entonces ha toreado con mayor pureza. Y, sin embargo, nunca pudo llegar a figura de esas que mandan en el toreo, exigen honorarios fabulosos, imponen ganaderías, determinan los compañeros de terna.

Posiblemente, aunque figura, tampoco lo hubiera hecho, porque Rafael Ortega era entonces, como lo es ahora a sus 65 años, un hombre sencillo, recto y conciliador. Lo suyo era torear, y fuera de la plaza, un padre de familia hogareño, que cuando salía de casa era para acudir a los tentaderos o a distraerse con la caza. Le faltaron relaciones públicas y le faltó literatura. 

No tuvo un Hemingway, como Antonio Ordóñez, que novelara sus andanzas, ni un Felipe Sassone, como Antonio Bienvenida, que le hiciera la crónica de sus gestas. En una época donde se enriquecían los tremendistas con el litrazo o el pase del fusil y estaba de moda torear de espaldas -qué barbaridad-, en una época precursora del salto de la rana, que se veía venir y llegó enseguida, un diestro como el de la Isla, que toreaba con pureza y fragante genialidad interpretativa, era un tesoro inapreciable para revalorizar el toreo y robustecer el negocio empresarial. 

Sin embargo, el negocio lo dominaba un monopolio donde Ortega no podía cuadrar, pues al toro le ligaría naturales arremataos, pero en los despachos no sabía dar ni un pase.

Luchar contra las injusticias

Uno de los monopolistas le propuso en cierta ocasión que toreara en Santander, y Ortega pagó cara su osadía de rechazar la oferta, pues le cerró sus plazas, que eran un montón, y los demás exclusivistas le marginaron. Rafael Ortega mira de frente, con una limpia mirada azul, y aún hoy, más de 20 años después, se le enturbia cuando recuerda aquellos años difíciles. “Sufrí mucho. Los contratos no se correspondían con el buen toreo que estaba haciendo y con el las cornadas, que las tuve muy fuertes. No merecía la pena luchar contra tanta injusticia, y el año 1960 decidí retirarme”. 

Los aficionados de toda España, no obstante, testigos de sus actuaciones memorables, ya le habían proclamado maestro. Estuvo cumbre en Madrid, donde le tiraron un gigantesco as de espadas, firmado por más de 200 personalidades, entre ellas toreros, que reconocían su liderazgo como estoqueador, e intelectuales, que a firmar siempre se apuntan. Y fue de clamor su éxito con un Miura en Sevilla. 

A Rafael Ortega aún le conmueve recordarlo: “Después de torearlo a gusto, cuadré en los medios, le adelanté el trapo a las pezuñas, hice el cruce y le hundí el estoque por el hoyo de las agujas. El Miura salió muerto de los vuelos de la muleta, y la Maestranza era un delirio. Pedían el rabo. Miré al palco, por ver si lo concedía, y resultó que el presidente lo estaba pidiendo también, pues agitaba su pañuelo con tanto entusiasmo como el resto de la gente. A nadie le ha pasado una cosa así”.

A los toreros les pasan cosas sorprendentes. Otra de ellas le ocurrió a Ortega en el coso de Cádiz: “Al acabar el paseíllo me cayó encima el broncazo mayor que haya tenido jamás. Yo decía: pero ¿qué pasa?, ¿qué he hecho? Resulta que el mozo de espadas había brindado mi capote de paseo al presidente del club de fútbol de San Fernando, que entonces tenía una competencia tremenda con el de Cádiz, y a la gente le sentó fatal. No me lo perdonaron en toda la tarde”.

Reapareció en 1966, y el día del Corpus de 1967, en Las Ventas, le hizo a un toro de Higuero una de las faenas más grandes que se hayan visto jamás en esta plaza. El público saltaba de sus asientos y rugía iolés! profundos a cada muletazo del maestro de San Fernando, que los ejecutaba y ligaba con una hondura y una naturalidad impresionantes. 

Aquella faena constituyó una auténtica revelación para los aficionados jóvenes; para la fiesta pudo suponer el resurgimiento de sus valores más nobles, y para el artífice, la asunción del mando del toreo. Pero nada de eso pudo ocurrir, pues Curro Romero, que intervenía en el toro siguiente, se negó a lidiarlo, y ésa fue otra conmoción. La corrida, que debió pasar a la historia por la faena de Ortega, se hizo famosa por el escándalo de Curro.

“A mí me hizo polvo”, reconoce el maestro, “pues al día siguiente las crónicas decían, sí, que estuve muy bien, pero el espacio principal lo dedicaban los periódicos a lo otro, incluso las portadas. Cuando Curro determinó que no salía a torear, intenté animarle, y le aconsejaba: ‘Pero si el toro es uno de tantos, hombre; anda, sal, que yo voy contigo y verás cómo no pasa ná’. Y él me decía: ‘Tú no me quieres bien, Rafaé, tú no me quieres bien”.

Ahora lo recuerda y se ríe Rafael Ortega. No cabe duda de que Curro Romero le cae en gracia, a pesar de que en aquella ocasión le hizo polvo. 
Pero, simpatías aparte, sus diestros preferidos son Pepe Luis Vázquez, Domingo Ortega, Antonio Ordóñez, “porque esos sabían hacer el toreo verdadero”.

“El toreo es dominar al toro”, define Ortega, y desarrolla su teoría: “Los toros tienen querencias, donde mandan, y si el torero sabe conocerlas y sacarlos de ellas, será él quien mande en el ruedo. 

Después el cite tiene su distancia y ha de hacerse siempre adelantando el trapo para que el toro venga ya enganchao, humillando, y en ese momento hay que cargar la suerte, llevarlo largo, con la muleta muy baja, al objeto de que el pase salga arrematao. Hoy muy pocos torean así. Una figura actual dijo en un coloquio que las faenas han de ser de 80 pases, y yo respondí que estaba equivocado, que cuando se da una docena de pases arremataos, el toro queda tan sometido que no admite más, y el público se siente satisfecho. Ahora bien, si se trata de medios pases, pues bueno, pueden estar toda la tarde dándolos”.

“¿Usted no se ha fijado”, pregunta Ortega, “en que casi todos descargan la suerte, citan a zapatillazos y no acaban nunca de pegar pases?”. 

Y él mismo responde: “Pues eso no es torear. El que pega zapatillazos regatea; el que no adelanta la muleta ejecuta la mitad de la suerte, y seguir pegando pases cuando la faena ya está hecha es enredar y aburrir”.

Ortega va a explicar en Madrid “el toreo puro”, dentro del ciclo de conferencias de Los de José y Juan, y para los aficionados más jóvenes volverá a ser una revelación. Ya lo es para unos 70 aprendices de torero a quienes enseña esta ciencia en la Escuela Taurina de Cádiz, que dirige. 

Naturalmente, también les enseña el volapié, suerte suprema, de la que es el más depurado estilista que haya existido en los últimos 50 años. De su arte con el estoque hizo fama; tanta, que llegó a empalidecer su pureza con el capote y con la muleta. Pero, con ser gran estoqueador, Rafael Ortega toreaba mejor que mataba. Él mismo lo cree así; de tal manera, que del toreo se pasa hablando la tarde entera, y del volapié, un ratito.

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