A Don Francisco Baruqui Michel


Por Raúl Vargas López.

“Aquello de que a los toros hay que ir a divertirse es una falsedad. A los toros hay que ir dispuesto a sufrir, provisto de lupa para comprobar la casta y la fortaleza de las reses, la integridad de sus astas, el discurrir de la lidia, el mérito de los lidiadores, la calidad de los lances, el respeto de los cánones, el correcto estado de la cuestión. Y si algo de todo esto falta, el aficionado conspicuo lo exigirá con la vehemencia que sea del caso; y si se cumple cabalmente, lo celebrará gozoso e incluso puede que entre en trance y crea que se le ha aparecido la Virgen”.

Pocos entienden y viven la Fiesta Brava de esta forma tan rigurosa y gozosa como la expresa, con enorme tino y sentida profundidad, Joaquín Vidal; excelso cronista taurino español recordado y apreciado por la enorme honestidad y respeto con que siempre abordó el arte, la profesión, los rituales y el disfrute de las corridas de toros. Aquí, en tierras Jaliscienses dónde la fiesta de toros ha echado raíces, uno de esos pocos entendidos al estilo descrito por Vidal, que han vivido la Fiesta Brava y vivido para la Fiesta Brava con igual intensidad que integridad, fue Francisco Baruqui Michel, hombre polifacético que, lamentablemente, falleció el pasado 17 de mayo en una circunstancia que no deja de ser tremendamente anecdótica para un hombre de toros: Paco Baruqui, fue a morir a su querencia, a su feria favorita, aquella que visitó sin falta durante los últimos 40 años, la de San Isidro en Madrid, allá en España.

Aficionado práctico, empresario, periodista y cronista que recreo con acento, ritmo y experiencia propia las dos mayores escuelas narrativas taurinas; la primera fundada allá en el viejo continente por José María Cossío y Gregorio Corrochano y de la cual forman parte Vicente Zabala Portolés y Joaquín Vidal; y la segunda creada y animada en nuestro país por Julio Bonilla, Rafael Solana padre, Rafael Solana hijo y Francisco Martínez de la Vega (durante buena parte del siglo pasado) la cual tuvo exponentes en Jalisco de la talla de Manuel García Santos y Enrique Aceves “Latiguillo” (éste último de quien Paco Baruqui tomó los trastos en el diario El Informador).

Para un verdadero aficionado y cronista, como siempre lo fue Paco Baruqui, el disfrute de la corrida iniciaba con la revisión del cartel, el encierro y la discusión apasionada de las posibilidades y expectativas que se abrían; se aderezaba con la valoración de las condiciones climáticas y como ayudarían o dificultarían la lucha del hombre con la naturaleza que se avecinaba; se profundizaba al constatar la presencia y el carácter de los toros durante la suerte de varas que hacía evidente su integridad; se engalanaba con la aparición del matador y su ejecución que llegaba hasta el culmen de la estética de la gracia cuando “dos pies descalzos de escarpines que apenas rozan la arena, un cuerpo raudo, que despide destellos como una estrella fugaz, unos pobres arpones, con flámulas de colorines; todo ello de burla de un rugiente y voluminoso torbellino coronado con dos astas mortíferas”. Y culminaba en el acto final de la tragedia, la suerte suprema, donde se manifestaba y se manifiesta la ética caballeresca del honor.

Plumas como la de Paco Baruqui han alimentado durante décadas la crónica taurina en nuestro país y en el mundo del toro, y han convertido este gusto por estampar en palabras lo que ocurre en el coso, en un innegable género literario. Género cuya sofisticación, gusto y aportes tienen tal categoría que convoca a personalidades variopintas, incluidos premios Nobel de Literatura, a sentirse parte de ella. Al respecto, Joaquín Vidal nos regaló hace años una anécdota sobre Camilo José Cela y su relación con la fiesta: “…fuimos juntos a los toros… en la plaza de Guadalajara… dos meses antes de que le concedieran el Nobel… y un servidor iba con la curiosidad de saber si Cela había sido alguna vez torero. Él sostenía que sí… pero yo nunca me lo creí. Se dio la corrida y pude comprobar que del toro, las suertes y el conjunto de la lidia no tenía ni idea. Y, en cambio, conocía sobradamente el rito, las formas y los tópicos y, sobre todo, dominaba el vasto y complicado vocabulario taurino más que el Cúchares. Lo cual me tuvo maravillado y me confirmó el envidiable conocimiento que tenía de la lengua castellana aquel hombre de palabra culta…”.

Con una honestidad que siempre le caracterizó y con la lírica con que vestía sus crónicas, Paco Baruqui fue fiel a la definición sabia y profunda de la fiesta. Cuando “en Madrid no echaban el toro de Madrid” o cuando torero y toro “tenían la misma desgana, la misma falta de afición a la fiesta, uno embestía y otro hacía así con la muleta, sólo por compromiso…”, Paco lo apuntaba sin dobleces o medias tintas y sin concesiones. Y cuando la tarde ameritaba vítores, arrancaba palmas y se entregaban apéndices, lo gozaba y transmitía con esa pasión y claridad que siempre procuró y que le ganó reconocimiento y autoridad entre el público conocedor.

Paco Baruqui, Nadim Alí Modad, Alfredo Sahagún y Manuel Ochoa Gómez, hicieron de ésta, nuestra ciudad, un lugar que buscó y ganó una jerarquía de seriedad en la presentación del toro, algunas veces con sus infortunios y consecuencias, como suele ocurrir, pero con resultados notables. Buscaron que hubiera el toro de Guadalajara, un toro serio y bien presentado junto con el matador que hiciera inolvidables las tardes en la Nuevo Progreso. A este esfuerzo, no pocos ganaderos de opusieron, pero aún en esos casos, Paco Baruqui se mantuvo siempre objetivo, crítico, mordaz, divertido y provocador, siempre con un aporte conceptual de lo que debía ser el toro, aquel que entre otras cosas debía “aguantar al menos 3 puyazos”.

¿Qué tendrá el toro y su bravura que hasta los Lamborghini llevan su ADN? Paco Baruqui lo sabía de cierto, lo vivía y nos lo legó en sus palabras, acciones e ideas acerca de la fiesta. A Paco Baruqui lo conocí sin tratarlo; lo observaba cada tarde en la plaza, su nombre y sus esfuerzos por mejorar la fiesta surgían entre las charlas de los entendidos, leía comedidamente su columna y pude constatar la enorme cantidad de gente que le tenía aprecio y respeto. Sólo me resta decir: ¡Hasta siempre! En el modo como se despide a los grandes enamorados del toro y a los grandes seres humanos: con un minuto de aplausos.

@VargasLopezRaul


Publicado en Milenio

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