Opinión: Tan tiernos, tan miserables

El cantante Nacho Vegas, miembro honorario del club de los miserables.


Los que pasan la noche en vela junto a su gatito enfermo y al amanecer celebran la muerte de un hombre.

Por Antonio Soler.

El agua y el aceite, un culé visceral y un fanático del Real Madrid o un gin tonic al baño maría combinan mejor que un aficionado a los toros y un antitaurino. Son dos visiones irreconciliables. Y cuando los de un lado u otro dicen que respetan al que tiene una opinión contraria lo hacen con la boca pequeña. Lo que quieren decir es que no van a ser agresivos, que no van a sacar la artillería pesada y dejarán correr el asunto. Porque el taurino, en su fuero interno, es consciente de que su interlocutor es un tipo ingenuo, un vegetariano de la vida con un concepto naif de la existencia que lo limita para apreciar la hondura del drama y la belleza sobrecogedora que representa el toreo, mientras que los antitaurinos ven a los toreristas como unos seres insensibles, guiados por la brutalidad y que anteponen su gozo al suplicio de un animal, eso que normalmente se conoce como sadismo.

Difícilmente puede haber un punto medio en esta cuestión. Los argumentos de unos y otros, por su propia naturaleza, no pueden llegar a algo que se parezca al entendimiento. El presunto arte, la tauromaquia como única posibilidad de que el toro de lidia perviva, la pancarta con los manidos nombres de Picasso o Lorca como adalides de la fiesta nacional y la crueldad, recrearse en la tortura de un animal y otra larga lista de insignes escritores o artistas antitaurinos no podrán reconciliarse jamás. Uno pertenece al segundo sector, al de quienes repudian esa manifestación atávica y desfasada, propia de sociedades primarias y donde lo más reprobable, siéndolo mucho, no es el sufrimiento de un animal, sino convertir en espectáculo una sucesión de castigos, puyas, alanceamientos y hemorragias hasta llegar a la agonía y la muerte. Ni siquiera la posibilidad de que el arte asome realmente en esos pasitos de ballet o en la grotesca indumentaria de esos personajes que valientemente se juegan la vida en busca de un sueño, de una pasión, puede justificar moralmente algo tan bajo como hacer una fiesta de algo tan sórdido como el tormento y la muerte de un ser vivo.

Precisamente por eso no pueden entenderse y mucho menos justificarse desde ningún punto de vista esas manifestaciones de alegría que surgen, normalmente amparadas en el anonimato, a la muerte de un torero. Ahora ha sido con Iván Fandiño, antes fue con Víctor Barrio. Ese doble sesgo, defensor de los animales y eufórico celebrante de la muerte de un ser humano, casa mal con cualquier atisbo de ética. Y sin embargo no es infrecuente la aparición de ese cortocircuito moral. Esos ángeles exterminadores. Esa gente que tiempo atrás adoraba la libertad, la paz y la democracia y que desde Málaga o Badajoz votaba a Herri Batasuna en las elecciones europeas. Los que pasan la noche en vela junto a su gatito enfermo y al amanecer celebran la muerte de un hombre y la desgracia de una familia. Tan tiernos, tan miserables.

Publicado en Diario Sur

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