Obispo y Oro: Torear para uno mismo 

​Por Fernando Fernández Román.

Lo escribía Muñoz Seca en su Venganza de don Mendo, cuando trataba de explicar, con singular gracejo, Las Siete y Media, ese juego de naipes tan popular y tan simplón  que solía citarse con los hogares españoles, con moderada guita de por medio, en las noches frías de la Nochebuena: …El no llegar da dolor/pues indica que mal tasas/ Mas, ¡ay de ti, si te pasas!/ Si te pasas, es peor

Pues eso mismo fue lo que les ocurrió ayer a las buenas gentes que ocupan el palco presidencial de la plaza de toros de Pamplona (un surtido de ediles de variado color político, sin exclusiones sexistas). Habían recibido tantos palos sus negligentes antecesores, pasándose siete pueblos en la concesión de trofeos,  que ayer, que no llegaron a entender la razonable petición de oreja para premiar una de las labores de lidia más completas, más inspiradas, más bellas y más meritorias de cuantas se han realizado en la candente arena de esta Plaza. Y se cerraron en banda, por aquello del qué dirán.

Ocurrió tras la muerte el cuarto toro, un cuvillo bravo y noble al que Antonio Ferrera toreo de capa con desparpajo y banderilleado con precisión y ajuste, especialmente en un riesgoso  par al quiebro en los umbríos terrenos de tablas.Después, fue construyendo una faena plagada de innovaciones, como el cite a distancia con la tela roja sobre el hombro, para desplegarla en el momento del embroque y trazar el pase natural. Al cabo, una variante del celebrado cite con el cartucho de pescao. El toro castaño debió tragarse aquella novedad con la misma perplejidad que la contemplamos los pocos espectadores que estuvimos pendientes de lo que ocurría en el ruedo, porque ya está repetido hasta la hartura que en las tardes de toros pamplonicas (no confundir con las pamplonesas de antaño) llegada la presencia  del cuarto toro del orden de lidia, también se salen de la corrida –físicamente, incluso—una abrumadora masa de gentes, con lo cual, al toro y al torero no se les hace ni puñetero caso, ni en el sol… ni en la sombra.

Y fue una pena, porque en ese momento de deglución de magras con tomate y otras delicias culinarias de esta tierra, hay veces, como ayer tarde, que se pueden disfrutar de otras delicias que no entran por la boca, sino por la vista. Ahí estaba Antonio Ferrera, pletórico, ampuloso, convencido de haber llegado a la sazón de su magisterio, toreando en redondo y al natural a un bravo toro, al que había que pasar de muleta con un código estricto de terrenos, espacios y métrica en el contenido de las series de pases, sin perder la cabeza jamás, sin hacer concesiones de ningún tipo. ¡Qué distinto este Ferrera de aquél arriscado y temerario que le cortó el rabo a un toro de Victorino en este mismo escenario, un toro fiero que le atravesó los dos muslos y le obligó a vestir de cintura para abajo un pantalón vaquero, teñido de sangre! ¡Qué faena más bella, la realizada ayer por Antonio, esta de ayer; una faena larga, andándole al toro con una torería desbordante y plagada de muletazos literalmente bordados! Como la inspiración no tiene mensuración posible, no pormenorizaré las tandas, ni los remates de tal o cual guisa. Fue todo armonioso, meditado sobre la marcha, toreando el torero para sí mismo, que debe ser un placer privativo de héroes y dioses. Ferrera está sembrado. Rezuma madurez. Obra sobre la marcha, sin pauta previa. Por eso, después de que sonara un aviso –¡ay, los avisos!–  citó a recibir en la suerte suprema de la estocada, pero el cuvillo se puso mohíno y el torero solo pudo enterrar en el morrillo del animal algo menos de la mitad del estoque. El verduguillo no cumplió su cometido en el primer intento y Antonio se empeñó en no soltar la empuñadura y el toro le propinó un volteretón espeluznante, del que se levantó maltrecho. Acertó en seguida, despertó gran parte del personal del letargo culinario y flamearon los pañuelos en abundancia. Nada. No hay oreja para una  obra de arte. Qué pena. No obstante, en la vuelta al ruedo clamorosa, el personal se le entregó sin reservas. Fue un paseo triunfal, como el de un emperador al frente de sus legiones romanas. Un dios pagano que había toreado para sí mismo.

Antes de todo eso, Antonio Ferrera había lidiado un toro de Núñez del Cuvillo que salió como aireado de cuello y descaderado de atrás. Uno de los tres cinqueños que entraron en la corrida, cornalona y atablada de carnes toda ella, solo que este fue material inservible para el toreo, aunque pareció tomar mejor los engaños por el pitón izquierdo. Solvente, seguro y sobrado de técnica, Ferrera solventó la contingencia sin aparente esfuerzo.

Alejandro Talavante se las vio con los otros dos cinqueños. Al primero de ellos, cornalón y de suave acometida, lo toreó de capa con cierta compostura, y de muleta con reposo y temple, especialmente en dos series de naturales. El resto de la faena fue más ligerito de lo que en este torero es habitual, pero como lo mató de un estoconazo que tiró sin puntilla, cortó una oreja. Fue el único trofeo de la corrida, porque en el otro cinqueño, que fue bravo y enrazado, a pesar de que también lució toreando de muleta, especialmente con su primorosa mano izquierda, se le hizo de noche con la espada y escuchó, por toda manifestación, los dos avisos que le enviaron desde el palco presidencial.

Tampoco Ginés Marín, que ocupó el puesto del herido Roca Rey, pudo revalidar su triunfo de anteayer. El tercer toro manseó en varas, pero hizo concebir ciertas esperanzas por su galopona mansurronería. Fue a menos el toro, soltando la cara y arruinando el conato de faena. Y en el sexto, más de lo mismo. Otro toro cornalón y desrazado, que pasaba por allí medio sonámbulo. En el resumen de las crónicas que ustedes podrán leer que tras sus actuaciones hubo silencio para justipreciar la labor de este joven torero, pero ya saben que en Pamplona es un eufemismo. Menos mal que non la espada, Marín estuvo expeditivo, aunque le propinó un bajonazo al su primer toro. Si lo sé no vengo, debió pensar el joven torero jerezano.

Hoy, se cierra la feria taurina de San Fermín con la clásica de la de Miura. A ver qué pasa.


Publicado en República.com 

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