¿La Fiesta en Paz? El brujo de Apizaco, documental conmovedor y bien intencionado que queda a deber

Por Leonardo Páez.

Además de las exigencias de la lidia, el sistema taurino impone energías tremendas a los profesionales de los ruedos y tanto a figuras del sistema como a toreros marginados empuja lo mismo a las adicciones más atroces que a una extraña armonía interior. A cuantos se visten de luces les resulta imposible sustraerse a ese mundo de verdades y mentiras, explotación y encumbramientos, vanidad y frustración, dramas en serio y fraudes en serie.

El interesante documental El brujo de Apizaco, del realizador mexicano Rodrigo Lebrija, continúa exhibiéndose en proyecciones aisladas en algunas salas de Ciudad de México, en esa torpe distribución que, gracias al coloniaje cultural gringo que toleramos, privilegia la basura del país vecino sobre propuestas fílmicas diferentes, tanto nacionales como internacionales.

Tras ocho años de agotador peregrinaje y más de 100 horas de material filmado, Lebrija entrega un documento de 90 minutos de duración sobre algunas facetas de la vida de Rodolfo Rodríguez El Pana –Apizaco, Tlaxcala, 2 de febrero de 1952-Guadalajara, Jalisco, 2 de junio de 2016–, poseedor de una imaginativa tauromaquia racial, dominador de los tres tercios, triunfador en la plaza México y en innumerables cosos del país y, no obstante, víctima de un sistema taurino que lo marginó, para comodidad de algunos y daño irreversible al espectáculo de toros en nuestro país.

Rica en escenas y diálogos, la película de Lebrija se inicia con una secuencia de astas despuntadas –quitar el diamante o extremo agudo del cuerno– o impune manipulación del toro, tergiversación de la esencia del toreo y falta de seriedad en toda tauromaquia, no obstante que infinidad de heridas graves son causadas por pitones mutilados. En seguida, una sucesión de aparatosas cornadas en la plaza de Madrid, como contraste del respeto por la dignidad animal del toro y su buena crianza. “A la fiesta de México le falta seriedad, y El Pana fue un torero muy serio”, señaló Lebrija en la presentación.

Si bien el documental se centra en aspectos de la increíble lucha de Rodolfo con su alcoholismo, del que a la postre saldría airoso –¿qué fue primero?, ¿el bebedor o el diestro marginado y decidor?–, e incluye filmaciones originales de los espectaculares y elocuentes comienzos de Rodolfo hechas por uno de sus seguidores, o toreo de salón en un centro de rehabilitación, Lebrija evita cuestionar, en voz de El Pana o de sus entrevistados, un sistema taurino tan absurdo como sospechoso de sus criterios empresariales: de espaldas al toro y a la afición, sin rigor de resultados financieros y artísticos ni intención de recuperar el interés por la fiesta brava en México, sino repitiendo a coletas amigos demasiado vistos y poco dispuestos a competir, al tiempo que continúa relegando a toreros capaces de apasionar al gran público.

Lebrija seguramente cuenta con material de sobra para una segunda parte de El brujo… en la que exhiba en toda su crudeza las limitaciones, reincidencias y vicios no sólo de esos héroes extemporáneos y desmotivados que son el grueso de los toreros, sino las de un intocable, autorregulado e incorregible sistema taurino corrompido por la miope visión de quienes suponen que su poder es más grande que el trance ético entre un toro bravo en puntas y un torero dispuesto a decir su misterio, no sólo a torear bonito.

De otra manera, tan esforzado cineasta sólo engrosará las filas de los comunicadores taurinamente correctos.

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