¿La Fiesta en Paz? Adiós a la fiesta brava; paso a una fiesta breve

Por Leonardo Páez.

Con el éxtasis del domingo pasado en la plaza México –algo más de un cuarto de entrada– quedó implantado definitivamente el concepto de espectáculo taurino posmoderno que habrá de acortar la vida de la llamada fiesta brava, aunque ahora las corridas se prolonguen por casi cuatro horas y las faenas sean de 60 muletazos, una vez que empresas, ganaderos y toreros eligieron la docilidad a la bravura y la toreabilidad mecánica a un encuentro sacrificial azaroso y medianamente equitativo, mientras las autoridades continúan con los desaciertos que hace décadas permean la vida nacional, y los públicos, a merced de comunicadores taurinamente correctos, mal distinguen entre un toro de casta y una burra preñada. Pero hay que repetirlo: una fiesta sin bravura es basura y tiene sus días contados, gracias a los conocedores que decidieron evitar el toro con edad para sostener a predecibles toreros-marca y a afanosas pero baratas figuras-cuña. Son los menguados logros de una tradición taurina que no supo mantener los contenidos éticos de la lidia, sino que prefirió plegarse a los dictados del neoliberalismo centavero y los fraudes que lleva consigo.

Sostenida en una sistemática desinformación al público aficionado, al que lejos de darle lo que pide ni siquiera enseñó a pedir, esta deliberada desinformación taurina se empeña en revestir de autenticidad el despojo de que es objeto el arte de la lidia, ya mediante astros histriónicos –hace años sólo de importación– frente a toros pasadores carentes de emoción, ya con las opiniones sesgadas de especialistas al servicio del sistema de poder económico-taurino, como otra rama del poder a secas.

Esa nefasta desinformación, además de consolidar al poder taurino y sus opacos procedimientos de negocios, quebranta el carácter ético y dramático de la tauromaquia al tergiversar el concepto de bravura, convirtiéndola en caricatura de sí misma y en parodia de heroísmo, al reducirla a grotesca y sanguinolenta toreografía, agudo neologismo del crítico poblano Horacio Reiba para designar el posturismo hueco ante toros sin fondo. ¿Qué queda entonces de la esencia del espectáculo taurino? Torear bonito reses dóciles, como otra forma de antitaurinismo, y lo más opuesto a torear con valor, inteligencia y belleza a partir de las exigencias técnicas de una bravura con edad.

Encontré en mi corresponsalía de guerra –conmigo y con el mundo– un bello poema, fechado en 2004, del puño y la letra del maestro Raymundo Ramos, titulado En la muerte de mi estimado amigo el señor licenciado don Francisco Liguori Jiménez. Como se trata además de dos conspicuos taurófilos de fecunda aportación a las letras de México, lo comparto con el lector:

“Yo diré que te vi como en un sueño,/ cuando el perfil borbónico lucía/ como el más claro sol de Andalucía/ en el Al-Andalús orizabeño./ Eras –¡caro Francisco!– el diseño/ de Quevedo y Gracián, en la osadía/ de tu arte de ingenio, que sabía/ lo que hay que saber, diáfano empeño/ de tu epigrama que se vuelve historia./ ¡Señor de las hosannas y aleluyas,/ tú que todo destruyes, no destruyas/ las puertas de toriles de la gloria,/ y ábrele el cielo azul de tu memoria/ al que nunca olvidó las obras tuyas!”

Imposible imaginar a Liguori (Orizaba, 1917-Ciudad de México, 2003) y a Ramos (Piedras Negras, Coahuila, 1934) extasiados con un Ponce atusándose las cejas y el copete mientras cita genuflexo al novillón de Teófilo Gómez. Todavía hay niveles.

Publicado en la Jornada.

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