Obispo y Oro: Todo fue gris en Madrid

Por Fernando Fernández Román.

Miraras por donde miraras todo era gris, ayer en Madrid. Al menos, en su principal plaza de toros. Mirabas a la parte de sol, hacia la piedra berroqueña de los tendidos –poca se dejó al descubierto–, y la mezcla compacta de cuarzo, feldespato y mica se ofrecía gris; mirabas la seda del vestido de Juan Bautista y parecía gris –tórtola, dirían los más refinados–; mirabas al cielo y el oscuro celaje de las nubes ofrecía distintos tonos grisáceos; y, en fin, mirabas al ganado que salía por la puerta de chiqueros y era una sinfonía de grises, en la que solo desentonó el Revoltoso entrepelado que salió en quinto lugar. El gris del pelo de los toros, ya se sabe, está compuesto por una mezcla de pelos blancos y negros y tiene un nombre específico: cárdeno. Con distintos matices, pero cárdeno, por extensión. O sea, gris.

El gris, no me lo discutan, es el más mediocre de la gama del espectro cromático. No tiene personalidad. Los rosa, naranjas o morados son mezcla de dos colores, digamos, principales, con distinta intensidad o longitud de onda, y tienen entidad propia. El gris, no. El gris es un color triste, a medio camino entre la luz (el blanco) y las tinieblas (el negro). Da un poco de grima. Hasta a los miembros de la Policía Nacional delante de los cuales corrimos alguna vez, en los años de mocedad, se les conocía por un nombre antipático: los grises.

Con anterioridad a la grisura resultante, la primera corrida de la feria de San Isidro reunía varios alicientes, de ahí que la asistencia de público rondara los tres cuartos del aforo cubierto. Algunos aficionados son fervientes amantes del encaste santacoloma, y aquí el firmante su suma a la feligresía. Me gustan los santacolomas de pelo cárdeno, bajos de agujas, pezuña fina, cuerna breve y certera y carnes prietas, con el músculo resaltando sobre su piel. Esa sería la descripción tipo del encaste que creó don Enrique Queralt, undécimo (si no yerro) conde de Santa Coloma, con una refinada tropa de vacas de Eduardo Ibarra y dos machos de su ínclito hermano, el marqués de Saltillo.

Ayer, salieron a la arena de Las Ventas los lejanos descendientes de aquél experimento que proporcionó unos toros de lidia de acrisolada bravura ibarreña –vía Murube–, sazonada por el picante del alio-oli de Saltillo, ideales para que las grandes figuras de los primeros años del pasado siglo se los disputaran sin disimulo. En cierta ocasión, cuando un torero mediocre –gris—lloriqueaba porque Joselito el Gallo solo se atrevía con las brevas de Santa Coloma, el coloso de Gelves le abordó en la calle Sevilla de Madrid y le dijo: Cierto, los toros de Santa Coloma vienen mucho y bien… para los buenos toreros; y para demostrártelo los vas a torear conmigo el domingo en Madrid. Por respeto a su hoja de servicios como gran estoqueador y, sobre todo, porque fue fundador de una excelente dinastía de toreros, prefiero obviar su nombre del intefecto, pero, cuentan las crónicas de la época que José lo mandó al paro taurino para los restos.

A lo que iba: los toros que ayer se anunciaban en Madrid son representantes fieles de los mejores santacolomas, criados en la finca Bucaré por don Joaquín Buendía, tras la compra que le hizo al ya muy referenciado señor conde en 1932, un año en el que la aristocracia española no vivía sus mejores momentos, precisamente. Once lustros después, una buena parte de aquél ganado pasó a manos de Álvaro Martínez Conradi; y ahí lo tienen, herrado con el marbete de La Quinta, en el cortijo Fuen la Higuera y otras fincas andaluzas, de explotación diversa. Ahí está una buena parte de un encaste por el que se peleaban las figuras e los años 60, entre las cuales, Paco Camino era su adalid más representativo. Como decía Gallito, los toros de bravura ennoblecida, con el picantito de la buena casta, son… para los buenos toreros.

Así, pues, el aliciente de los toros era uno de los reclamos más sólidos del cartel con el que se inauguraban las corridas de toros en este sanisidro de nuestros pecados. Ante ellos –los toros—se verían las caras tres toreros de contrastada capacidad para afrontar empresas de alto bordo. Tres toreros de Madrid, que es algo así como un título honorífico al alcance de unos pocos.

Unos pocos fueron también los minutos que transcurrieron para darnos cuenta de que la grisura iba a ser la gran protagonista de la tarde. El toro que abrió Plaza era un cinqueño que pesaba cerca de seiscientos kilos. Una desmesura de toros. La antítesis del modelo anatómico del toro de santacoloma. El toro, naturalmente, fue mimado –que no medido– en varas y muy pronto apuntó una alarmante falta de casta, embistiendo a las telas de torear con una especie de resignación, como si quisiera buscar justificación a su acreditado linaje. Un mulo, fue el toro. Una lástima. Pero, ¿acaso pueden dar lástima los santacolomas?

El segundo toro fue bello de hechura y abanto de carácter. Su contextura, perfecta de formas y su capa, preciosa: cárdeno claro, coletero, alunarado y caribello. No tardó en manifestar su lamentable falta de casta, repuchándose en el caballo de picar y moviéndose orientado, mirando alternativamente al torero y rajándose al final. Lo siento, amigo Álvaro, pero esta pintura fue un mojón de toro.

El tercero –grandón, también: 575 kilos– pareció comerse el mundo en sus primeras arrancadas, pero acabó con medio viaje, topando las telas de torear y claudicando si se le obligaba a tomarlas por abajo. El cuarto fue el mejor, el que dejó hacer al torero, el más encastado del lote de don Álvaro y el que dedicó un repertorio de embestidas de auténtico toro bravo… hasta que comenzó a apagarse, a medida que la grisura iba ganado espacio al ambiente de la tarde. Cinqueños también quinto y sexto. Aquél, el menos santacoloma de tipo: paliabierto, entrepelado casi negro que embistió descompuesto, en plan lendel de una noria, en derredor del torero, pero sin entregarse jamás, y este, erigiéndose protagonista de un espectacular tercio de varas, para regocijo de la parroquia devota de esta suerte. Se fue por dos veces como una centella al caballo de picar, metiendo los riñones y alardeando de su casta brava, pero tampoco remató su plausible comportamiento, porque no ofreció más allá de una docena de embestidas. Después, atacó con la cara por las nubes, las nubes que ya estaban más negras que grises en el cielo de Madrid.

¿Y los toreros? Pues Juan Bautista mostró sus refinadas formas en bastantes pasajes de la lidia, tanto en sus dos toros como en algunos quites. Con el grandullón primero mantuvo una línea aseada, que es como calificaban los antiguos revisteros a las faenas breves y anodinas, y en el cuarto, el mejor dentro de la general mediocridad, esbozó algunos lances y muletazos de fino trazo, mientras el toro mantuvo su embestida humillada, una palmaria fijeza y siempre que el viento que se levantó en esos momentos no le estorbara demasiadopara el manejo de capotes y muletas. La estocada al primero, desprendida, fue refrendad con un golpe de verduguillo, y la del cuarto fue sencillamente, excelente, saludando al final unas pocas palmas.

Manuel Jesús El Cid se peleó bravamente con el mansote caribello, antes de que el toro se fuera de naja definitivamente, y anduvo por allí con el casi negro y feo de cuerna, sin fiarse ni un pelo el uno del otro, en una danza continua y descompuesta, gazapeando el toro y resguardándose el torero. Hábil con la espada, se va de Madrid, como vino, es decir, con la tarifa de cotización absolutamente plana.

A Morenito de Aranda le anotamos los mejores lances de capa: fueron una verónicas al tercer toro, embraguetándose con él y pasándose al animal muy ceñido y muy templado. Remató con tres medias verónicas, dos aceptables y una superior. Un matiz: aquí, al firmante, le gustaría que no tomara la capa como algunos banderilleros la toman para la brega, es decir, a puñaos. A la verónica, Jesús, se torea tomando el percal con la yema de los dedos. Usted sabe y puede, solo falta que quiera. Es, repito, solo un matiz puramente estético. Le anotamos, también los momentos muleteriles más brillantes de la tarde, con esa flamenquería sureña tan sincera, a fuer de castellana. Fue una pena que sus dos toros no le prestaran más embestidas enrazadas y de largo recorrido. Aprovechó las pocas que le facilitó el último toro y estuvo a punto de ganase a la parroquia. Para colmo estuvo fatal con las espadas, oyendo un aviso en el tercero y dos en el sexto.

Las banderillas colocadas con facilidad y precisión por Rafael González en el primer toro y los pares reunidos en el morrillo y asomándose al balcón de Curro Robles y Zamorano en el quinto y sexto toro de la corrida, alumbraron puntualmente la pesadez de la tarde. El plomo, también es gris.

Publicado en República

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