San Isidro: Una tarde triste

Por Fernando Fernández Román.

Hay tardes de toros que se meten en la deriva del aburrimiento y no hay quien las pare. Puede ser cosa del cielo, porque los cielos también deben influir en todo aquél elemento viviente que se integra en la corrida. Cuando el cielo es luminoso, parece que irradia alegría, y si la cosa después se tuerce será por otra circunstancia al margen de lo etéreo, o sea, del cielo. Por el contrario, si el cielo es brumoso, anubarrado de gris marengo, transmite tristeza y se aburre hasta el apuntador. Ayer, en Las Ventas, el cielo de Madrid envolvía los caballetes esmaltados del tejadillo y nos amenazaba con su manto tormentoso, además de oscurecer la poca luz solar que se filtraba por allá arriba. Con una situación ambiental tan poco aparente, el aburrimiento campa a sus anchas. Los toros remolonean las embestidas, a los toreros se les nublan las ideas y gran parte del público echa la tarde enredando con el móvil, mientras la otra pequeña porción que no deja de avizorar las máculas que, supuestamente, se producen en el ruedo reina en la tarde triste de forma ostensible y placentera.

Ayer había encerrados en los chiqueros de la Monumental madrileña cinco toros de la ganadería titular, El Ventorrillo, y uno de Valdefresno, que se incorporó a última hora para completar el lote. Dos cuatreños (los dos primeros) y cuatro cinqueños, todos ellos de carnes abundantes y apretadas, bien surtidos de defensas y con pedigrí de acreditado abolengo. Pues bien, salió el ventorrillo que rompía Plaza y se cabreó de buenas a primeras, sin venir a cuento. Era un toro guapo, de perfiles armónicos y seriedad manifiesta, pero le negó las embestidas al torero de turno, se quiso quitar lo que le perturbaba en el ruedo, primero la vara de picar y después la bota de hierro del piquero. Se veía a las claras que su grado de malhumor iba in crescendo a medida que avanzaba la lidia, cortando el viaje a los banderilleros y pegando cabezazos a la muleta que generosamente un infante de tórtola y oro, llamado Curro Díaz, con una bronquedad y con tal mala leche, que imposibilitó el toreo estilista y sentimental que practica el Curro de Linares. Se tragaba el toro un muletazo y al siguiente le quería quitar la cartera que llevaba el diestro por entre el chaleco. Ver a un artista tan pulcro y tan elegante haciendo un encomiable esfuerzo por agradar a la gente es un contrasentido. Este tipo de toreros no pueden estar voluntariosos, con un toro. Y Curro, lo estuvo. Primera consecuencia del cuadro anubarrado que se había estancado en las alturas: un cielo así, contagia su anubarramiento hasta a Curro Díaz, y le hace estar voluntarioso. ¡Qué pena! Menos mal que le metió la espada al primer intento. Esperábamos con interés –y esperanza– el juego del cuarto, máxime cuando el ventorrillo, cinqueño y ceñudo, metió los riñones en un largo puyazo… pero, nada. Aguantó el toro otro de puro compromiso y se puso a embestir sin continuidad, amodorrado y cansino. De pronto, se abrió una clarita entre las nubes y Curro sacó una tandita con la mano derecha, en la que empleó por dos veces esa laxitud, ese grado de abandonamiento tan peculiar en este torero. Fue solo eso, un pequeño fucilazo; después se volvieron a cerrar en banda las nubes y Currito cerró también su paso por la feria con un espadazo efectivo. Se lleva para casa dos silencios. Duro balance.

También Morenito de Aranda se esforzó por animar la tarde en medio de la brumosidad y toreó primorosamente a le verónica al segundo toro. Midieron el castigo al toro en varas, pero se lucieron de lo lindo Andrés Revuelta y Pascual Mellinas colocando las banderillas con galanura, por lo que saludaron una ovación. ¿Se iría la tarde para arriba? Pues, no; arriba, lo que se dice en las alturas el firmamento, no estaban por la labor. El toro perdió el poco fuelle que tenía (¡anda que si le llegan a dar estopa en el caballo de picar!) y Morenito se quedó a verlas venir. Otro torero que tiene un excelente concepto del toreo y se ha estrellado con la tristeza mística de un lote inservible. Porque tampoco el quinto valió un pimiento. Era el remiendo de Valdefresno, también con cinco añitos, tenía dos espabiladeras sobre la testa y la verdad es que el toro, viejo y rabilargo, se fue de largo al caballo de Quinta. David Mora se ajustó por chicuelinas en su quite y que el Moreno le replicó con dos verónicas y una media que le salieron bordadas. Ahora, bien: ¿Cómo le afecta al anubarramiento a un toro de encaste atanasio? Pues, ya ven: mansurronendo con cansino viaje, bonancible, un puntito rebrincado y, en resumidas cuentas, sin nada emocionante que transmitir. Morenito de Aranda, le puso alegría a la elaboración de sus pases de muleta, y el toro le devolvió tristeza en la embestida. Larguísima faena que demoró aún más con la espada y le enviaron un aviso.

David Mora, pienso yo, tenía un objetivo prioritario: cortar una oreja como fuera. Al menos una. Después si se aumenta el botín, mucho mejor. El tercer ventorrillo podríamos decir que se dejó. Mora salió decidido a torearlo de capa, aunque el saludo a la verónica no colmó las expectativas de casi nadie. Cumplió, sin más, el toro en la suerte de varas y Carretero –¡qué contrariedad!—sufrió un tirón en el gemelo al intentar colocar un par de banderillas. La faena de David a este toro fue lo más apañadito e la tarde, porque a base de esforzarse y de no dudar ante algunas miradas y probaturas del bruto astado, consiguió un par de tandas de muletazos en redondo por el pitón derecho que fueron jaleadas, bien que discretamente. Al natural, el acoplamiento entrambos no llegó a alcanzarse y el torero le dio por aliviar las embestidas con un final de faena por alto, ceñido y arrogante. El estoconazo final propició la aparición de algunos pañuelos, insuficientes, sin duda para la concesión del trofeo y Mora dio la vuelta al ruedo. El oscuro objeto del deseo –la dichosa oreja del toro- volvió a aparecer en el sexto. Era un toro de generosa cuerna, pero un punto culo-pollo, esto es, de grupa no rematada de carnes como demanda el rigorismo de esta Plaza. Y eso que el animal lucía un rabo desproporcionado –¿le habrían puesto algunas extensiones a la cola?– motivo por el cual, supongo, fue ruidosamente protestado. La buena brega de Ángel Otero –los capotazos largos y templados muy por abajo y muy embebido el toro en la tela—fueron un espléndido lenitivo para desbrozar las rebabas de una embestida, en principio, incierta, y los dos magníficos pares de banderillas de Oscar Castellanos –que cubrió la baja forzosa de Carretero en la cuadrilla de Mora—calentaron tibiamente el ambiente. En esas condiciones, David se puso manos a la obra para encontrar el fruto deseado: la dichosa oreja que tan bien le vendría a su remate de feria. Pero, no. El toro del Ventorrillo tomaba la muleta sin poner de su parte ninguna vibración, y el diestro toreó de muleta con el mejor ánimo del mundo, pero aquello no llegaba a con fuerza al graderío. Se reconocía el buen oficio y el excelente corte de torero que atesora David, pero el toro ya se había contagiado de la abulia de la tarde y, como en el estrambote del soneto de Miguel de Cervantes, requirió la espada/miró al soslayo/fuese y no hubo nada.

Bueno, algo, hubo: dos pinchazos, una estocada y un descabello. Esto último me pilla también de soslayo y enfilando la puerta de salida. La salida de una triste tarde de toros.

Publicado en Obispo y Oro

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