Obispo y Oro: Un “mano a mano” ficticio

Por Fernando Fernández Román.

La cosa ya venía viciada desde el principio, entendiéndose por tal la noche anterior. Se había especulado con la posible sustitución de José María Manzanares, a quien los médicos aconsejaron convalecencia para sanar de una lesión vertebral que, en este momento, precisa prudente reposo. Se hablaba de un acuerdo tácito con Miguel Ángel Perera, ausente de esta feria de Fallas y, al parecer, agazapado en retaguardia, con la promesa formal de tomar la primera sustitución que se produjera, en cartel de acreditada vitola, naturalmente. Pues, mire usted, no. Reunidos apoderados y empresarios, todos ellos vistiendo el camaleónico atuendo de posicionamientos variables y antagónicas, según convenga –ora, en este lado de la mesa, como apoderado, ora en el contrario, como empresario–, se toma la determinación de que, definitivamente descartado Manzanares, la corrida se queda en un “mano a mano” entre los dos toreros que se mantienen en este entuerto, Enrique Ponce y Paco Ureña, para enfrentarse a los toros de Juan Pedro Domecq.

No suelo meterme en las once varas de la camisa del empresario –bastantes celdas pringosas tiene ese avispero, tal como están las cosas–; pero, en este caso, tengo que manifestarlo claramente: no trago. No me parece justo que se haga rebatiña con el sueldo de un tercer torero –el caído, en este caso– y se acuerde la partición de este supuesto sobrante entre los supervivientes, como se repartió la túnica de Jesús el Nazareno entre la tropa romana, de centinela en el Gólgota. Tampoco me interesa cómo se realizó el convenio. Me interesa dejar claro que esta forma de actuar roza –o invade—el terreno de la ética más elemental. Imagino la carita de ese buen torero, aspirante –y con razón– a figura, llamado Pablo Aguado, que pegó tres tandas de muletazos, despaciosos, limpios y frescos, cortando una merecida oreja en este mismo ruedo de la calle de Xátiva, el pasado miércoles, día 13. No es más que un ejemplo. Otro podría ser Octavio Chacón, que se dejó matar literalmente, por un victorino. ¿Cómo pretenden que se expliquen estas cosas? Sinceramente, y sin ánimo de ofender, ¿a quién o quiénes pueden suliveyar? ¿Cómo quieren que se renueve el escalafón, si a las primeras de cambio, las figuras resuelven estos pequeños contratiempos con un “mano a mano”? ¿A santo de qué viene esto? ¿Quién lo pide a gritos, que no esté directamente vinculado con tan flagrante tomadura de pelo?

Los “mano a mano”, siempre se fraguaron en el toreo con suficiente antelación, provocando intriga, creando expectación, incluso desafíos en público, con un lenguaje directo y retador. Un “mano a mano” entre dos toreros debe tener sabor a lucha encarnizada, disputa a cara de perro. Y una lógica aplastante. Como en los grandes combates de boxeo: Tú, para mí: te vas a enterar. Todo lo demás, es pura filfa, compadreo, reparto del botín sobrante.

Ni Ponce ni Ureña tienen nada que reprocharse, ni cuentas pendientes, por pendencias varias, se entiende, taurinas. Un “mano a mano” debe justificarse o, como mínimo, ser demandado –exigido– de forma tumultuosa por parte de la afición; pero este paripé es un contradiós. Un “mano a mano” ficticio.

Se me viene ahora a la memoria aquella tarde de Enrique Ponce en Bilbao, en 1991, cuando estaba más tieso que la mojama, pero había cortado una meritoria oreja el día anterior a un toro manso y bronco de Antonio Ordóñez. Aquél día (un 20 de agosto, creo recordar), le ofrecieron a la joven promesa valenciana la sustitución de Joselito, lesionado unas horas antes. Fue entonces cuando un Ponce juncal, atrevido, elegante y poderoso deslumbró al público bilbaíno, le cortó las dos orejas a un bravo y encastado toro de Torrestrella y…. ¡hasta hoy! ¿Qué hubiera ocurrido si la terna quebrada por la forzada ausencia de uno de sus integrantes se queda en un “mano a mano”? Nunca se sabrá, pero bien vale el ilustrativo suceso para invitar a la reflexión.

El caso es que, cuando se hizo el paseíllo, el ochenta por ciento (por no exagerar) de los espectadores, preguntaba: ¿quién es Manzanares? Pues digo yo que estaría viendo la corrida por televisión. Solo unos pocos se enteraron del cambio –el cambiazo– y devolvieron su localidad, así que la taquilla no se resintió. Lleno, también deslumbrante, en los graderíos cuando salió el primer juampedro de la corrida, el más altón y bastote del bien presentado lote de toros que se embarcaron en Lo Álvaro. En ese momento, empezaba una supuesta competencia entre dos toreros, el vis a vis, o el “mano a mano” que nadie pidió.

En tales circunstancias, Ponce tiene todas las de ganar. Es un maestro consumado, conoce al ganado de lidia más y mejor que la inmensa mayoría de sus compañeros y juega en casa. Digamos, también, que la corrida de Juan Pedro Domecq estuvo correctamente presentada, aunque ese toro que abrió Plaza desentonó por sus hechuras altiriconas. Empujó en varas con poder y fijeza, pero a medida que avanzaba la lidia se iba desmoronando su casta brava. A modo de carta de presentación, Ureña le hizo a este toro el quite de la tarde y, quizá, de la feria. Fueron unas gaoneras de infarto, por el ceñimiento del embroque y la emoción de la incertidumbre que se agitaba en cada pasada del toro por delante del torero. Después, como toda la corrida, el toro fue a menos. Fue menos toro; pero no por ello Ponce dejó de ser más torero. Lo pinchó, antes de una estocada casi entera y caída y le tocaron unas leves palmas. El tercero salió al ruedo como una centella, pero apenas se le picó desde el caballo. Su nobleza permitió al diestro de Chiva gustarse y mostrar su desmedida ambición cuando alguien parece querer entrar en competencia con él. La faena fue, diríamos, aséptica, de buen ver, pero con escasa carga emocional. Se le fue al torero la mano con la espada y se vio claramente la bajura de su ubicación. No creyeron los espectadores que esta negativa circunstancia fuera suficiente para guardar los pañuelos, porque, de inmediato tremolaron ¡por miles!, solicitando premio para el maestro de Chiva. Cayó la oreja –¡no iba a caer!– y Enrique dio la vuelta al ruedo con el trofeo, en medio de las atronadoras muestras de cariño que le ofrecen sus paisanos. En cambio el quinto fue el toro de la corrida… y de muchas corridas. Un dije de hechuras y un tejón para lanzarse contra los caballos de picar, peleando bravamente con ellos y empujando con la cara abajo en el peto protector. La faena de Enrique a este toro fue intermitente, pero se dejaron ver algunos muletazos de palmaria plasticidad, poncinas incluidas.

El quinto fue el toro de la corrida y, probablemente, de la feria. Peleó bravamente en el caballo y se mostró esencialmente bravo y encastado en los primeros tercios, pero sobre todo noble en el último. Pedazo de toro, aunque fuera perdiendo fijeza y nobleza a medida que avanzaba la lidia. Aquí, sí; aquí Enrique Ponce protagonizó momentos realmente inspirados, de gran relajación y bella composición, todos ellos ejecutados con la muleta en la mano derecha; pero mató al toro rematadamente mal, de un metisaca, cuatro pinchazos una estocada y un descabello. No le dieron un aviso, pero los paisanos le premiaron con una sonora ovación. Con todo, la apoteosis no se produjo, se esfumó el éxito de clamor vaticinado y se fue yendo la tarde sin que el “mano a mano” arrebatara al público que llenaba los graderíos. Eso sí, la ovación, recogida en los medios por el torero, fue de gala.

Paco Ureña regresaba a los ruedos después de su particular vía crucis por hospitales y quirófanos, en busca de reparar el percance que sufrió en Albacete, allá por su feria de Septiembre, y que le ha supuesto la extirpación completa del ojo izquierdo. Prótesis de las infalibles y, ¡hala!, a torear. En estas condiciones toreó Paco Ureña ayer en Valencia. Le recibieron con una ovación, Ponce le brindó el primer toro y le despidieron con otra salva de aplausos interminables. Este es el carácter de las gentes de esta tierra: generosidad extrema para juzgar a los de su especie y comprensión para el de negro, que es la víctima propiciatoria del rito e la corrida. Ureña también es víctima, pero menos. Se enfrentó a tres toros de Juan Pedro de similares características: pelea con ímpetu en varas y desfallecimiento progresivo en el tercio final. En su faena al segundo toro, destacaron dos series en redondo de ceñimiento extremo. El cuarto también arreó en varas y Paco realizó lo mejor de la tarde, a mi juicio: un bellísimo comienzo de faena, con la pierna de salida flexionada. Después, sacó pases de gran mérito, reunido con el toro y entregado a su obra. Faena de premio gordo que se quedó en la pedrea: una oreja. El sexto atacó al caballo de picar de forma desordenada, pero, aún sin humillar, fue entregándose poco a poco a la labor del torero, hasta que se fue agarrando al piso, conforme se iba agotando su depósito de casta brava. No obstante, momentos hubo de alta tensión emocional, especialmente, en dos tandas a derechas que impactaron de verdad. Alargó la faena en demasía, pero por unos instantes sobrevoló en la Plaza la idea de que Ureña podría cortar tres orejas y salir del “mano a mano” con Ponce como claro triunfador.

Los poncistas se echaron a temblar cuando montó la espada y apuntó al morrillo. Nada más señalar el pinchazo, respiraron. Y mucho más, después de que colocara solo media estocada y sonara un aviso, antes del certero descabello.

Hubiera tenido guasa que, por una vez, el ídolo de la tierra se iba a pie de la Plaza y su forzado y directo rival –el del “mano a mano” ficticio– en hombros por la puerta grande. Esta vez, la pelota pegó en el poste, pero…

Publicado en República

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