Tauromaquia y valor social

Por José Salcedo G.

Lorca decía que «los toros son la fiesta más culta que hay en el mundo». La tauromaquia es el arte de la lidia de toros. Esta expresión cultural y legendaria de la brega de un hombre y un animal, posee una incontestable remembranza grecorromana. Es curioso observar, cómo el deslumbramiento de esa liza, repleta de heroísmo por la posible tragedia, persiste hoy representada en los cosos taurinos, evocadores, en cierto modo, del coliseo romano.

El ritual solemne y reglado de lidiar un toro y posteriormente procurar su muerte en las corridas de toros, está cada vez más denostado. El credo animalista, con razonamientos coherentes y en general respetuosos, considera esta tradición obsoleta y denigrante para el animal. Pero al igual que desde una elevada perspectiva la postura antitaurina se comprende y respeta, también la tauromaquia sigue evidenciando una pluralidad de valores, que indubitablemente en otros dominios sociales cuesta vislumbrar. Por ejemplo, sería de una necedad límpida negar que un torero posee valor. Si existe un mérito arquetípico en la tauromaquia es la valentía. Es innegable que torear un cinqueño de más de quinientos kilos, astifino y con una fuerza bruta ciclópea, sin más trastos que una muleta o un capote, solicita un denuedo preternatural. El rostro de un torero en el patio de cuadrillas momentos previos al paseíllo es serio, respetuoso y consciente, porque en el deseo de significar su arte puede perder su vida. Valle-Inclán decía «si nuestro teatro tuviese el temblor de la fiesta de los toros, sería magnífico. Si hubiese sabido transportar esa violencia estética, sería un teatro heroico como en La Iliada… Una corrida de toros es algo muy hermoso». La sociedad anhela valientes. Personas que arriesguen. Determinación para emprender un proyecto profesional, entereza ante un divorcio, un despido, una enfermedad o la muerte de un ser querido. Coraje para tener hijos, decisión para iniciar unos estudios, heroísmo para empezar de nuevo tras un fracaso. En definitiva, arrojo para saber lidiar y enfrentarse a los ‘pitones’ de la vida.

En las plazas más importantes se aprecia el toreo despacio. Es decir, honrando los tiempos que el astado necesita para exhibir su clase entre tandas de muletazos. El toreo con despaciosidad es el toreo templado. El diestro se atalona en la arena y dibuja el vuelo de la muleta con derechazos y naturales lentos y largos, epilogando la tanda con pases de pecho. La sociedad vive acelerada. El ofuscamiento por la obtención de un resultado rápido subestima el valor del camino o el trabajo minucioso y lento que requiere o merece la recompensa. La comida rápida, el paciente cada diez minutos o los productos de bajo coste ejemplifican la precipitación actual. La despaciosidad en el toreo se identifica con el trabajo silente y artesanal de un orfebre o con la consulta meticulosa, humana y sin reloj del médico.

La existencia del toro de lidia, preserva con respeto su riqueza genética así como la supervivencia de las dehesas, donde las ganaderías entrenan y agasajan a los bovinos desde su nacimiento hasta su presentación en la plaza, escenario único para el deleite público de hechuras, trapío, bravura o nobleza. De hecho, hay aficionados toristas, que se distinguen por apreciar sobremanera las cualidades de un toro. De ese fuero, por desgracia, no disfrutan todos los animales, que en no pocos ejemplos viven hacinados y sentenciados a muertes industriales encadenadas. El respeto hacia el animal es extensible entre los propios toreros, apoderados, ganaderos o cuadrillas. La crítica indolente a un diestro de un compañero de oficio es harto inusual. Además el mundo del toro respeta con serena y silenciosa discreción las corrientes que lo critican con vehemencia. Sin embargo, en otros ámbitos profesionales la envidia malsana, la competencia desleal o los agravios comparativos son consuetudinarios.

Otro de los valores que el arte taurino nos muestra con singular pureza es el de la verdad. En la arena de un ruedo, sin pretextos, el diestro expone su pecho al toro y en cada muletazo roza su cuerpo con el animal. La comedia o el fingimiento no tienen cabida. No se simulan cornadas para perder tiempo o engañar a juez o árbitro que en este arte está delegado al respetable. La carrera del torero y su familia está plagada de sacrificios, renuncias, desvelos, miedos, recelos y heridas psíquicas y físicas. Heridas que no restan un ápice la ilusión por volver a vestirse de luces y volver a empezar, para conseguir ser figura. El argumento de cualquier vida está minado de derrotas, que son nuestras heridas, que con voluntad torera procuramos superar ganándonos una nueva oportunidad y demostrándonos a nosotros mismos que también estamos hechos de otra pasta.

El ‘arte de Cúchares’ es un espectáculo singular que posee una extraordinaria riqueza cultural, social y económica. Es una manifestación artística de honda tradición. Valor, despaciosidad, respeto, verdad, temple, arte, sacrificio son valores, obviamente, no exclusivos de la tauromaquia. Pero bien es cierto que en ella el verdadero significado de estos valores adquiere una dimensión más pura o paradigmática y por ello puede resultar enriquecedor una extrapolación honesta de ellos a la sociedad actual, muy dada a falsear o desvalorizar las palabras.

Tauromaquia y valor social | Las Provincias

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