La Tauromaquia necesita acometer su revolución interna, su cambio de ciclo.

Por más que el principio ignaciano recomiende que “en tiempo de desolación nunca hacer mudanza”, la dramática época que atraviesa en estos momentos el conjunto de la Tauromaquia obliga a repensar entre todos muchos aspectos del mundo del toro que van más allá del temple y la bravura. No hay más que comprobar las enormes dificultades que se atraviesan por la pandemia que nos asola, cuyos efectos seguirán siendo notorios cuando al virus se le domine. Afrontar una reforma en profundidad del conjunto del sector constituye hoy una tarea urgente.

Por Antonio Petit Caro.

Frente a la profunda crisis económica y social que se nos viene encima, que ya tenemos sobre nuestras cabezas, el mundo del toro tiene que reinventarse, si no quiere que el oleaje creciente y bravío se lo lleve por delante. Las viejas fórmulas, que vienen desde el siglo XIX, ya no dan opción para sortear los problemas actuales.

 Profundamente decepcionados con la postura del ministerio de Cultura –en general, con todo el Gobierno–, sobre el que a la vista de experiencias anteriores no cabía desde el principio abrigar demasiadas esperanzas, ahora son ya varias las Comunidades Autónomas más sensibles con la Tauromaquia las que envían un mensaje común y lleno de lógica: “póngase todos ustedes de acuerdo en el Sector y nos trasladan su propuesta para que les ayudemos”.

Tocan así el punto más complejo del mundo del toro: su falta de unidad de criterios y de acción. Este es un sector que históricamente se ha compuesto de numerosas individualidades, muchas de ellas muy brillantes; pero con ninguna cultura de trabajo en común. De hecho, el último intento de actuar conjuntamente fue la Mesa del Toro, que acabó como acabó, de malas maneras y rompiendo todo lazo de unidad. Ahora la Fundación del Toro de Lidia ha recibido la encomienda de ser la cara visible a efectos de negociación por la crisis; pero es que en torno a la propia FTL tampoco se reúne el suficiente grado de implicación como para ser la punta de lanza de todo el sector y menos cuando se trata de abordar asuntos estructurales.

Una cosa está clara: en el mundo actual ir de verso suelto, frente el maremágnum de problemas que hay que solucionar, resulta tanto como apostar por la ineficacia, por no decir que por el fracaso. Es la lección que el sector nunca ha aprendido. A lo mejor porque es algo consustancial con el arte y la cultura, que en cualquiera de sus disciplinas siempre se ha sustentado en la “soledad creativa del artista” frente a su obra. Sea éste en nuestro caso, sublimar el arte con un grandioso natural, sea conseguir ese toro soñado; pero hoy la soledad no ofrece las agarraderas necesarias para salvar una crisis desconocida hasta ahora por todos en su gravedad y en su dimensión.

Por eso estamos ante la tesitura de tener que reinventar al mundo del toro, algo que es posible, que debe hacerse y que es compatible con todo el respeto debido a las leyes fundamentales y a las históricas de la Tauromaquia, incluso con las tradiciones. La cuestión no radica, por ejemplo, en si una puya debe ser así o asá; o si las cuadrillas las deben integrar 5 ó 9 profesionales. No digo que sean asuntos marginales; lo que afirmo es que esas, como cualquiera otra de las normas reglamentarias, no dejan de constituir una mera anécdota si se compara con la crisis actual.

La revolución de la normalidad

Sin el indudable trasfondo ideológico que se esconde detrás de ese lugar común creado por el Gobierno Sánchez-Iglesias de que caminamos hacia una “nueva normalidad”, como si la normalidad tuviera “fases” –la palabra de moda– o fuera la “tierra prometida”,   la Tauromaquia lo que necesita es normalizarse, esto es: constituirse en una actividad creativa y de negocio que opera como todos los demás agentes sociales y económicos. El mito de que se trata de una singular actividad diferente a todas, será mejor guardarlo en el baúl. Por esa vía no llegamos más que a una cierta visión folklórica, en la peor de sus acepciones.  

La realidad es que lo único que supone singularidad, y no es pequeña,  radica en formar parte de la Cultura española, como una más de sus disciplinas, y que tiene sus propias reglas y contenidos. Pero en todo lo demás, ha llegado la hora de ajustarnos a las normas convencionales de toda actividad humana, o lo que es lo mismo: cumplir las reglas convencionales del mercado y del trabajo, de la oferta y de  la demanda.

En este sentido, normalizar supone en primer término traducir en convencionales las propias estructuras del mundo del toro. Las organizaciones taurinas, de sus distintos sectores profesionales, del propio negocio, en fin, no tienen razón alguna hoy en día para resultar “atípicas”: debieran responder a las normas habituales de toda actividad de negocio, ya sean artísticas, ya de cualquier otra naturaleza. Nuestra pasión total por la Tauromaquia no nos hace diferentes y por ello nuestras estructuras debieran responder a la de todos los demás. 

Qué nuestro arte esa efímero y en vivo, que al realizarlo en cualquier de sus facetas se materializa de forma irrepetible y poniendo en riesgo la propia vida…, todo eso, teniendo tantos valores, no resulta suficiente para que considerarnos distintos a todos los demás en cuanto se refiere al desarrollo de la propia profesión. Esas son sencillamente nuestras señas de identidad, que es lo que nos hace inconfundibles;  por tanto, no constituimos un caso a parte. 

 Algunos ejemplos 

En este sentido, normalizar supone, por ejemplo,  tener una normativa laboral como la de todos, por más que se especifique la naturaleza de la actividad a desarrollar. Y esto obliga a estudiar si las definiciones laborales y sociales establecidas del Convenio Colectivo resultan las más idóneas para el siglo XXI.  Ahora con la pandemia se ha comprobado, por ejemplo, que no les resultan de aplicación las medidas de protección social que corresponden a la generalidad de los trabajadores autónomos.  

Por eso, nada ocioso se haría si se revisara si, en el caso de las cuadrillas, la figura de “trabajadores por cuenta ajena en el marco de una relación laboral especial de artistas en espectáculos públicos”,  resulta la más adecuada. Pero otro tanto ocurre con la singularidad de su acceso a los beneficios de la Seguridad Social, que hoy quedan pendientes del número de festejos en los que se actúe según declare el empresario de turno.  Aquí no se trata de recortar derechos sociales de nadie; se trata, por el contrario, de incorporarlos de una manera eficaz a los sistemas ordinarios que se aplican a la generalidad de los trabajadores, sean autónomos o sean por cuenta ajena. Y no por eso nadie debiera sentirse desprotegido: para eso están los Convenios Colectivos que hasta tipifican los abusos y las prerrogativas.

Pero si miramos hacia los empresarios, tampoco estaría de más revisar  la gestión corporativa del sector. Por ejemplo, en mayo de 2004 se comunicó oficialmente el ingreso de ANOET en la CEOE; ahora sin embargo ya no aparece en la lista de asociados a la gran patronal.  ¿No era su sitio, quizás? Pues a lo mejor. Desde luego, no aportaba la representación de todas las sociedades mercantiles que operan en el mundo del toro, cuando ya, por ejemplo, en el escalafón de matadores de toros muchos actúan precisamente a través de sus propias pymes, cuando no son autónomos. Sin embargo, hay otras organizaciones,  además de la CEOE, que sí reúnen a empresarios medianos y pequeños con trabajadores autónomos. Cuando se trata de dar una cobertura corporativa adecuada para todo el sector, tan diverso como es,  buscar un encaje idóneo en esta materia puede suponer un hecho relevante. Entre otras cosas porque facilitaría algo nada desdeñable: crear conciencia de pertenencia al sector, implicarse en él. Y hay fórmulas jurídicas para contar con paraguas protector. 

En el mundo económico, sabido sobradamente es, reina la ley de la oferta y la demanda, por más amortiguadores que se le quieran poner  ante una aplicación radical de tal principio. El mundo del toro no puede obviar esta realidad a la hora de enderezar sus cuentas. Todo ello conjuntado con un principio básico, pero que parece olvidado: el reconocimiento del mérito. Si introducimos esos tres conceptos –oferta, demanda y mérito– en una coctelera, debiera salir la fórmula adecuada para redistribuir los dineros, que son limitados y ahora además en acusado retroceso. Mientras no acertemos en la combinación, seguiremos de susto en susto.

En la modernidad, que a estos efectos a comienza casi en el nacimiento del siglo XX, ausente de la normalidad soñada hay que situar esa mescolanza –en la actualidad creciente– en virtud de la cual una misma persona es la vez apoderado, empresa y hasta ganadero. Casi solo le falta actuar también como mulillero, para ahorrarse un sueldo. Es cierto que aquí nos topamos con el artículo constitucional de la libertad de empresa y del empresario;  pero pese a ello fórmulas hay –que el Derecho es muy rico en matices– para evitar la excesiva concentración del poder taurino en muy pocas manos. Antes estábamos acostumbrados por la propia historia a que en este mundo mandaba siempre aquel torero que tenía tanta fuerza en la taquilla que era capaz de organizar a su puerta una fila de empresarios, dispuestos a aceptar todas las condiciones que se le pusieran y a vertebrar una temporada. Hoy, sin embargo, los cupos de fuerza están muy repartidos y, además, desigualmente. Reconstruir un punto de equilibrio en este juego de intereses también forma parte de la normalización de la Tauromaquia.

Mejor gestionado corporativamente anda el sector ganadero, con el aquel de que en muchos aspectos depende de las legislaciones  generales agrícolas y ganaderas. Pero no por eso está carente de problemas y dificultades. Cuando las circunstancias exógenas, como las actuales, obligan a un criador de reses bravas a vender sus toros a precio de Matadero, hay algo no funciona bien. Y quien pierde es España. La crianza de bravo tiene que ser reconocida como lo que es: la perpetuación en el tiempo de una riqueza genética, que es única; pero otro tanto ocurre con el mantenimiento de las dehesas, inigualable riqueza medioambiental de España, escudo natural frente al cambo climático.

No pueden faltar unas palabras sobre la contratación con las Administraciones públicas. ¿Por qué los concursos de adjudicación de la explotación de una plaza de toros deben regirse por unas atípicas  normativas a la hora de condicionar el desarrollo del negocio por parte del adjudicatario? ¿Qué fundamento tiene que, por ejemplo, un Ayuntamiento decida de antemano condicionar la adjudicación a qué toreros y qué ganaderías debiera contratar un empresario –que es quien arriesga su dinero– para sus ferias?  Podría pensarse que se trata de defender los derechos de los abonados, pero los abonados se defienden solos con la mejor arma que tienen: adquirir o no el abono. 

Pero otro tanto cabe decir a la hora de establecer las cuantías de los cánones de alquiler, cuando se trata de una actividad llena de incógnitas, desde si llueve o no, hasta de la situación propia de los toreros: si un toro lo mandó a la cama y causa baja, si una corrida seleccionada se deslavaza en el campo… Parece como si nadie pensara en esos pliegos en las mil variables de la viabilidad económica. Lo que hacen falta son normas claras y, sobre todos valoradores objetivos e independientes, que garanticen el juego limpio; todo lo demás resulta superfluo. Y mucho más cuando para las Corporaciones públicas el dinero que recaudan por este concepto constituye lo que siempre se conoció como “el chocolate del loro”.

Todos caben en este proceso 

Pero en esta reconstrucción no cabe marginar lo que con muy buen criterio establece la ley de 2013 sobre la Tauromaquia como bien del patrimonio cultural de España. Si se recuerda, en su articulo 1 ya define con un sentido muy acertadamente globalizador quienes forman ese genérico que llamamos “mundo del toro”: desde el criador de reses bravas hasta la última bordadora que teje un vestido de luces. A todos ellos debiera acoger esa nueva normalización en nuestro arte común.  Nadie debiera quedar al margen: todos, cada cual en su medida y en su propio oficio, podríamos decir que “son de los nuestros”.

Alguno puede pensar, en fin,  que como el arte del toreo y el de criar toros, con todas sus industrias anejas, son actividades regladas, esto es: sujetas a un Reglamento y una normativas formales, nacidas del ordenamiento jurídico, por eso son diferentes. Sin embargo, el argumento es falaz: no hay actividad –ya sea liberal, ya por cuenta ajena–, que no responda una normativa determinada. Y no por eso son actividades descontroladas de cara al usuario y/o consumidor, ni en lo que hace a los propios profesionales que las ejercen: sus normativas ya establecen hasta las vías de reclamación en cualquiera de sus supuestos.

En suma, cuando se pide normalizar se trata de un cambio profundo de mentalidad: dejar de ser un “verso suelto” para reconvertir a todo este amplio mundo del toro en algo mucho más convencional a todos los efectos estructurales y de negocio. Lo que luego marcará nuestras diferencias radicará en los quilates que tenga cada cual a la hora de crear su versión de este arte universal y diverso, en el área que a cada uno le corresponda. Los resultados finales, en el toreo y en todo las demás profesiones, es lo que pone en su sitio a cada cual. 

Pero llevar a este nuevo escenario de la normalidad al mundo del toro constituye por sí mismo un empeño de todos, en el que nadie debiera dejar de arrimar el hombro en aras de un interés de parte, sin desánimo por las múltiples incomprensiones que sufrimos. Pero o lo hacemos entre todos, o nos lo hacen, por activa o por pasiva, desde fuera y vaya usted a saber con qué intenciones.

Publicado en Taurologia

Twitter @Twittaurino

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