Obispo y Oro: La excentricidad en el vestir.

Por Fernando Fernández Román.

A tenor de lo mucho leído, estudiado y oído sobre toros, el empresario taurino  más atrevido, ingenioso y sorprendente de la historia de la Tauromaquia ha sido Eduardo Pagés Cubiñá. Todo un personaje. Aficionado a la Fiesta desde la cuna, arribó en ese avispero que es la organización de festejos taurinos en los felices años 20 –los del siglo anterior, claro– cuando España, toda ella, tenía abiertas las heridas del desastre de la guerra de Marruecos y sus habitantes todavía se tiraban los trastos a la cabeza por Joselito o Belmonte. Este Pagés, como buen catalán, fue hábil en los negocios y un fenómeno de barreras adentro. No dejaba de inventar… y de coleccionar plazas de toros, unas como arrendatario y otras como propietario. Algún día habré de darle un espacio exclusivo a su corta biografía –murió a los 55 años—, pero no me cabe duda de que el “multifacetismo” de Pagés sorprenderá a quienes oyen campanas y no saben dónde, opinando a voleo sobre el intrincado mundo de la contrata de toros y toreros.

Uno de los “inventos” de Pagés fue la llamada Corrida Goyesca. Se le ocurrió como recurso oportuno para celebrar el centenario de la muerte del pintor Francisco de Goya, pero, ciertamente los datos de los historiadores no dejan de ser controvertidos, porque unos aseguran que Pagés organizó por primera vez una “goyesca” en Murcia, en el año 29, y otros dan por cierto que en el 27 ya se vistieron de “goyescos”, en Zaragoza, Rafael el Gallo, Nicanor Villalta y Pablo Lalanda. En cualquier caso, lo del centenario no cuadra: Goya murió en Burdeos, en 1828, es decir, entremedias de los datos referidos.

El largo preámbulo obedece a la cuestión de la indumentaria ocasional de los toreros cuando participan en una corrida “especial”, como ofrenda alegórica a la causa que se celebra. Lo de la “goyesca” empezó a cuajar en Madrid para conmemorar la hazaña de los madrileños el 2 de mayo de 1808, y en Ronda la familia Ordóñez la viene promoviendo desde 1954 (dos parones hubo en el 55 y 56 y otro este año, por causa de las restricciones en el aforo), para evocar la figura del primer gran torero que se registra en la historia de la Tauromaquia, el rondeño Pedro Romero; pero en lo referente a corridas anacrónicas, la cosa ha ido desvariando de forma galopante en los últimos años: La picassiana de Málaga con alusiones en el ropaje de los participantes al “cubismo” (¿) del genial Pablo Picasso, la pinzoniana de Palos de la Frontera, con toreros, subalternos y demás, disfrazados, supuestamente, de gentes a punto de subir a las carabelas de la época de Colón… y qué se yo cuántas ocurrencias nuevas que toman como rehén a la Historia de España para fardar de ingenio ante quienes no la conocen. Hubo una corrida en Valencia con los toreros y el personal de Plaza vestidos con el llamado “traje torrentí”, en el día de la Virgen de los Desamparados, ¡tiene tela, la cosa! Y hablando de telas, hubo otra corrida anunciada en Béjar en la que los participantes lucirían traje de “charro” (campesino de Salamanca), a televisar en directo por  TVE, pero se suspendió por  el supuesto impago del empresario de una deuda pendiente con los subalternos. Imagino que habrá otras corridas “especiales” que queden en el tintero, pero no me vienen a la memoria.

En cambio, viene al caso un nuevo invento que acaba de cumplir su segunda edición: la corrida magallánica de Sanlúcar de Barrameda. ¿A santo de qué? ¿Quizá porque Magallanes  murió hace “casi” cien años? Pediría una lógica explicación, pero como no la espero, me adelanto a decirles que Magallanes ni siquiera era español, sino un aventurero portugués, avezado en las artes de la marinería y en las de engatusar a los poderes fácticos de la época –la corona de España, por ejemplo– para que promocionara la travesía en busca de la isla de las especias, pero se encontró con un pasillo de agua en la punta del cono sur al que se bautizó con su nombre: estrecho de Magallanes. El escorbuto le mató en una isla de las que se llamarían “filipinas”, en honor al heredero de la corona del emperador Carlos. Después, la Historia rendirá los mayores honores a quien más lo mereció: Juan Sebastián Elcano, que regresó a Sanlúcar con las especias de las Molucas y una exigua compañía de desmanganillados aventureros, entre ellos un tal Juan de Santander, probablemente, ascendiente del que fuera uno de los mejores varilargueros y picadores de toros  de los siglos venideros.

Hago esta referencia sin ánimo de desmerecer el esfuerzo de un empresario como Carmelo García, a quien conozco desde que comenzó de novillero a mediados de la década de los 80 y, después, como banderillero en la cuadrilla de Jesulín de Ubrique. Carmelo es listo y luchador. Se empeñó en dar la corrida de toros anunciada, aún cuando las nuevas normas de la Junta de Andalucía reducían, todavía más, el pequeño aforo de la Plaza del Pino. La corrida de Miura fue un éxito de toros y toreros. Espero y deseo que también haya sido rentable el esfuerzo realizado por este nuevo valor del empresariado taurino español. Para ello me ha parecido ver publicidad enmascarada en pinturas sobre el ruedo o pasquines sobre las barreras, pero esa es otra cuestión no ajena a la polémica.

Dicho esto, he de manifestar mi desacuerdo con el indumento que lucen los toreros y el resto de quienes participan en este singular espectáculo. Observen el que enseña el documento gráfico que oficia de portada a las líneas precedentes. Manuel Escribano, el matador, parece un donjuán cortesano, un tenorio de vía estrecha que se enfunda en un jubón de mangas semiabiertas por la parte interior, babero de encaje precursor de la futura golilla, calzas largas, medias ajustadas y puñetas de remate en muñecas y rodillas. ¿Vestía así Magallanes? Lo dudo. Peor es lo de los subalternos que se dejan ver tras el matador. Portan calzonas de horrible diseño y chalecos sobre una camisa blanca, de grandes almacenes, probablemente. ¿Vestían así los tripulantes de las naves que dieron la vuelta al mundo, la mayoría de los cuales palmaron irremisiblemente? ¿Se ha querido distinguir en el indumento a la clase dirigente de la Corte y a los representantes del pueblo llano? ¿El amo y los plebeyos?

Llevamos años demandando el fomento de la liturgia en el arte del toreo y del misterio en el toro de lidia. El acto de vestirse de torero requiere una solemnidad tácitamente aceptada por quienes lo protagonizan. Es un rito –uno más—de la Tauromaquia. El torero no se viste: se inviste de torero cada tarde que torea. El terno que ideara Paquiro en la cuarta década del siglo XIX todavía sirve de patrón a los ternos de seda oro y plata que lucen los matadores y subalternos de la actualidad, con el lógico proceso evolutivo que los tiempos inevitablemente demandan; pero no se debe despojar al toreo de los ropajes que el sacerdocio de su profesión le impone y menos aún disfrazarle de algo incoherente con el oficio que ejerce.  Bien está que Luis Miguel Dominguín  pidiera consejo a Picasso para diseñar chaquetillas y taleguillas más livianas, aligerando el peso de los bordados para obtener mayor libertad de movimientos. Bien está que Luis Francisco Esplá gustara de recamar hombrillos, delanteros de casacas, chalecos y taleguillas tomando la referencia de la época de Lagartijo el Grande. Ambos están dentro de la norma establecida: las tres piezas del “uniforme” chispeante de quien se va a jugar la vida frente al toro. Bien está que se rememoren algunas corridas “goyescas”, con plena justificación, siempre y cuando quienes en ellas participan en el ruedo vistan como vestían Pedro Romero, Costillares y Pepe Hillo, que son la referencia perfecta. Si es posible, también con  la redecilla que protege la nuca y que, por ejemplo, el arriba citado Pablo Lalanda, llevaba en Zaragoza. Pero, en aras de una supuesta innovación o invocando hechos históricos sin fundamento, ir a buscar en las guardarropías de teatro de barraca esperpentos que desnaturalizan la imagen del torero me parece en desvarío peligroso, como el que puede despertar la llamada corrida magallánica con estas excentricidades. Ya tenemos bastante con la confusión y perplejidad que generan la vestimenta de algunos espectáculos “goyescos”. Grotescos, más bien.

Publicado en República.com

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