Grana y oro para una tauromaquia de otra época.

En aquel verano de 1982, Luis Francisco Esplá comenzó su faena en la plaza de Las Ventas de forma concisa, pero rotunda. Tuvo mayor protagonismo el toreo con la diestra.

Por Salvador Giménez.

El verano ya se atisbaba. Con él llegaría la temporada taurina. También en ese mes de junio, España albergaría un evento importante a nivel internacional. Un acontecimiento que pondría al país en el punto de mira de todo el planeta. El Mundial de Fútbol tendría como marco las canchas españolas y en ellas se dirimirían los duelos entre las selecciones clasificadas para la ocasión. Mientras tanto, en Madrid, la feria taurina de San Isidro estaba a punto de concluir. También próximo a terminar se encontraba el curso académico. Los estudiantes se esmeraban en estudiar, aprobar y pasar un plácido verano. Si no, septiembre sería el punto de mira en un horizonte nada grato para las fechas estivales.

Aquel joven llegó del instituto donde cursaba Bachillerato. La feria de Córdoba, recién terminada, había supuesto un paréntesis en sus estudios. Ahora llegaba la hora de apretar con los libros, para poder disfrutar de una de sus grandes pasiones. El fútbol. Aunque criado en un ambiente netamente taurino, su pasión era el balón. Aquella tarde del día 1 de junio de 1982 se había quedado en el instituto resolviendo unas dudas de una asignatura de cara a los últimos exámenes. A su llegada a casa, la televisión estaba encendida.

La primera cadena retransmitía desde las Ventas la corrida de Victorino Martín. Su padre estaba eufórico. “Vaya corridón te estás perdiendo”, le soltó nada más verlo entrar en el salón. En la pequeña pantalla, Ruiz Miguel daba la vuelta al ruedo con la oreja cortada al cuarto toro de la tarde. Su padre proseguía: “Los toros están saliendo buenos de verdad y los toreros están enormes. Ruiz Miguel ya lleva dos orejas, una a cada toro, Palomar, una; y Paquito Esplá porque ha pinchado, sino también hubiera cortado otra”. Tanto entusiasmo paterno llevó al joven a sentarse junto a sus padres a ver finalizar el festejo.

A él le gustaban los toros. Era asiduo a los tendidos de Los Califas en Córdoba y también gustaba de torear de salón, e incluso a alguna becerra en algún tentadero o fiesta de ámbito familiar. Le gustaba el toreo sobrio, clásico. El de toda la vida. No concebía nada de cara a la galería y la falta de estímulo en los ruedos le había llevado a dejar un poco al margen su afición.

Saltó el quinto toro a la arena. Su padre no callaba, llevado por el entusiasmo, y no dejaba oír los comentarios de Matías Prats. El toro atendía por Gastoso, llevaba el número 117 y pesaba 558 kilos. En el burladero esperaba su matador, Luis Francisco Esplá, al que el joven ya conocía pues lo había visto torear en Córdoba junto a Paquirri y José María Manzanares.

A través de la pequeña pantalla, lo primero que le llamó la atención de Esplá fue el traje. Grana y oro, muy torero, pero con unos adornos que recordaban tiempos pasados del toreo. Esplá recibió al toro con cinco verónicas que remató con media. La gente aplaudió a rabiar. Acto seguido, llevó al toro al caballo lanceando por delantales o mandiles, dejándolo de largo al caballo. El toro tomó un largo puyazo y el torero alicantino deslumbró a los presentes con un florido quite por faroles, ya que apreció que el paso por el caballo había mermado el poder del de Victorino.

Tocaron a banderillas y se cambió el tercio. El torero tomó los rehiletes y, con la montera puesta, cuajó tres pares memorables, tanto que a la conclusión de la suerte el público le obligó a dar una vitoreada vuelta al ruedo, cosa inusual y poco vista. El primer par fue una explosión de barroquismo después de una luminosa preparación. El segundo no le fue a la zaga y el tercero fue espectacular clavando por los terrenos de adentro, arrojando la montera al toro en un alarde de poder.

Publicado en El Diario de Córdoba

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