Una década sin Antoñete, eterno mechón blanco del toreo.

Por Rosario PérezABC.

Una década sin Antonio Chenel ‘Antoñete’, diez años sin el torero del mechón blanco, ciento viente meses sin la izquierda donde habitaba el paraíso, tal y como ensalzó Agustín Díaz Yanes en un homenaje en Las Ventas, su plaza, su casa.

No hay tiempo que borre de la memoria al torero que cautivó a la ‘Movida’ madrileña en su resurrección de los 80, ya con los huesos rotos y ahogados sus pulmones azabache por la nicotina, «para dictar las cinco temporadas más hermosas del toreo moderno». En el recuerdo quedan sus ‘sinfonías de Beethoven y Mozart‘, pues eso eran sus faenas, según escribió José Luis Suárez-Guanes, chenelista desde el sombrero al bastón.

Una década sin el torero que amó a ‘Atrevido‘, el famoso toro blanco de Osborne, como «se ama a una mujer; cuando pasaba bajo mi mando, el placer me inundaba y gocé como nunca». Ha pasado más de medio siglo desde aquella mítica faena, una de las más cantadas en la Historia de Las Ventas. «Esto no es toreo de ayer, ni de hoy, sino de siempre; eso es torear sencillamente, pero con la sencillez de la elegancia, de lo delicado, de lo fino, de lo sutil», escribió Antonio Díaz-Cañabate en ABC. «Fue el milagro, la maravilla. Cómo citaba, cómo paraba, cómo despedía, cómo se iba de la cara. Ejecutó el toreo en su más excelsa plenitud. Quizás nadie haya toreado como él», deletreó Suárez-Guanes en las páginas abecedarias.

Embrujo del toreo inmortal

De aquella faena se habló y mucho el día de su muerte, cuando un caudal de seguidores le despidieron en su plaza de Madrid. Aquel octubre de 2011, el cielo se había vestido de un cárdeno luctuoso. Llovía, como en aquellas faenas de gloria en las que Antoñete embrujó con su toreo inmortal. No importó. Un ejército de chenelistas se arremolinó en los aledaños de Las Ventas: figuras, maletillas, picadores, banderilleros, mozos de espadas, areneros, acomodadores, empresarios, ganaderos, presidentes, nobles y plebeyos.

Bajo el aguacero, una hilera de paraguas llegaba desde el Metro hasta la puerta 9, el umbral que conducía a la capilla ardiente. A la izquierda -su mano bendita- del féretro, el vestido malva y oro añejo con el que se despidió de Madrid. A sus pies, un capote de paseo marfil con la imagen de la Virgen de la Paloma, el mismo con el que un día bautizó a su hijo Marco Antonio. «Cada vez que reces, tu padre estará contigo», le dijo entonces el capellán Goñi en un momento de máxima emotividad.

«¡Al cielo con él!», exclamó el pueblo entre gritos de «¡torero, torero!» por la Puerta Grande entre las sombras de ‘Atrevido’, ‘Carazul’ y ‘Danzarín’. O el último verano del 98 con la corrida de Las Ramblas. Pasan los años, pasa la vida… Y no hay día que el aficionado que lo vio torear no recuerde al Chenel de los cauces clásicos, su cite de antaño y esas muñecas donde se hallaba el secreto del temple y la torería. Tan natural como eterna.

Publicado en ABC

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