¡Toreros y aficionados, esos locos chiflados…!

Por Antonio Lorca.

Dicen que el toreo es una barbaridad; seguro que sí. Y que los toreros están locos; sin duda. Quizá por eso la tauromaquia sigue vida a pesar de los años; porque todos, toreros y aficionados, están chiflados, y se emocionan, sufren, lloran y sonríen, se enfadan o disfrutan cuando un señor enfundado en un ropaje extraño se juega la vida de verdad ante un animal irracional.

Todavía se erizan los poros de la piel cuando se recuerdan los intensísimos instantes acaecidos el Domingo de Ramos en la plaza de Las Ventas. Un hombre, Emilio de Justo, se presentó en la puerta de cuadrillas y se encaminó solo hacia un destino elegido por él sin necesidad alguna de afrontar un compromiso cargado de arriesgada incertidumbre.

Y Madrid lo recibió como se merecen los auténticos héroes, con una viva expresión de cariño, envuelta en admiración y profundo respeto. Y poco tardó en demostrar que es uno de los grandes, y veroniqueó a su primer toro, un guapo ejemplar, Romano de nombre, con la disposición y la hondura que se irradian al momento a los tendidos.

De Justo llegó a por todas. Tomó la muleta, brindó al cielo, momento íntimo y solemne donde los haya; y toreó por naturales sin más preámbulo que su necesidad de convencerse que él era más poderoso que el riesgo asumido, como una forma de autoafirmación personal para ahuyentar el miedo escénico. Y un escalofrío se contagió como una ola a los más de veinte mil cuerpos que clavaron su mirada en el ruedo.

Cuando el torero se perfiló para la suerte suprema, nadie pensó en lo que estaba a punto de suceder. Nadie imaginó que el torero estaba decidido a entregar su vida con tanto descaro. Y llegó la voltereta brutal. Ese cabezazo espantoso contra el suelo, los pitones astifinos del toro que buscan con furia el cuerpo desmadejado de su presa y lo levantan como un pañuelo. El hombre escapa, busca un refugio, corre sin saber a dónde, y el toro lo persigue con inusitada fiereza, dispuesto a ensartarlo de nuevo.

Es entonces que el milagro se hace presente en la forma de un caballero vestido de verde y azabache, su nombre es José Chacón, con una capa en sus manos, quien sin saber cómo, coloca al animal casi en su frente, a modo de paño salvador de la Verónica, pero no para secar el sudor y la sangre, sino para refrenar el instinto del toro y evitar lo que, quién sabe, hubiera sido un final fatal.

Todo transcurrió en un tiempo casi imperceptible para los sentidos; aquella escena fue una mezcolanza de congoja, miedo, dramatismo, angustia y conmoción, mientras que el torero, lívido el semblante y la mirada perdida, roto, quizá, por un dolor penetrante, no era capaz de encontrar una explicación razonable, caído junto a las tablas.

Se rompió la tarde, el sueño se transformó en pesadilla, la expectación en desaliento y el ánimo en preocupación.

Pero la corrida continuó. Álvaro de la Calle, un digno sobresaliente, se encontró con la oportunidad más importante y difícil de su vida, y la superó con la vergüenza de quien se viste de luces. Y con él, todas las cuadrillas, toreros de una pieza, merecedores de ser protagonistas en una tarde trascendental.

‘¡Cómo son los toreros!’ titula un precioso artículo el periodista Andrés Verdeguer en su página embestidas.com, y resume en una frase acertada la actuación de Emilio de Justo: “Era el primer toro de una tarde para la historia, pero como si fuera el último en el día del fin del mundo…”

Locos los toreros; locos los aficionados… Todos contagiados de una bendita locura que el Domingo de Ramos, inesperadamente, mostró su cara más amarga.

Pero como esta suerte de locura es incurable, Emilio de Justo volverá al ruedo y se colocará de nuevo de frente al toro para entregar otra vez su vida, si es preciso. Y allí estarán unos locos dispuestos a gozar y sufrir, con la piel de gallina desde que se abra la puerta de cuadrillas.

Honor y gloria para Emilio de Justo, José Chacón y todos los toreros chiflados de un domingo inolvidable…

Publicado en El País

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