Opinión: La verdad de Eduardo Dávila Miura.

Sólo una tremenda fuerza de la vocación explica que el torero se la jugara en Santander, donde nos sobrecogió el alma.

Por José Aguilar.

La sociedad dejó de admirar a los toreros hace tiempo. Los matadores fueron sustituidos por los futbolistas, verdaderos iconos para buena parte de la población. Un torero era ensalzado en otros tiempos hasta por su forma de vestir, con una elegancia y unos andares inconfundibles. Se intuía de lejos por la calle que venía un torero porque las hechuras, la silueta, los gestos y el caminar lo identificaban. Algunos se arriesgan hoy a recibir algún improperio al más mínimo descuido. Si se es torero hace falta un burladero perpetuo para desenvolverse en la vida cotidiana. Antes se ponían delante del morlaco chavales sin porvenir, de padres muy sencillos, humildes, sin garantías de llegar a fin de mes. Había que jugársela para comprarle una casa a la familia o vestir de luto a la madre.

Siempre me llamó la atención que diestros como Miguel Báez Litri se dedicaran al oficio del padre pese a tenerlo todo, al menos todo lo que sociedad entiende que se ha de atesorar para tener una vida cómoda y de éxito. Pues se metió a torero, a jugársela cada tarde sin necesidad aparente. Era la fuerza de la vocación, que es una suerte de voluntad de hierro que lleva al individuo a ejercer una profesión de la que se recibe mucho más que dinero: felicidad, plenitud, sentirse realizado y creativo. Nos hemos sobrecogido con la tremenda paliza que un toro le propinó a Eduardo Dávila Miura en Santander. Por instantes temimos que sufriera una cornada de consecuencias mortales. ¿Qué necesidad tiene Eduardo de ponerse delante de un toro a estas alturas de la película? Ni la tenía en sus primeros años en el oficio ni mucho menos la tiene ahora. Con una preciosa familia, afincado y arraigado en su ciudad de Sevilla, feliz como teniente de hermano mayor de la Macarena y trabajando por la tauromaquia en sus cursos prácticos. No hay otra explicación que el amor por la profesión, esa vocación que no se ha perdido por mucho que pasen los años, el gusano que le llaman los toreros que nunca se retiran por mucho que algunos se corten la coleta.

Los toreros son los últimos románticos en una sociedad sin maestros, donde no se admira a nadie de verdadero prestigio, que prima la comodidad, el pelotazo y el corto plazo. Los toreros mantienen la llama de la vocación por una profesión que sufre un ataque continuo. Son guardianes de ciertos valores en desuso pero siempre vigentes. Eduardo no tenía necesidad, pero sentía la obligación de quien es joven y no quiere abandonar su profesión porque la ama. En su ejemplo hay más verdad que en un estadio lleno de influencers.

Publicado en El DIARIO DE SEVILLA

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