Opinión: Uno de los dos ha de morir.

Por Luis Pla Ventura.

La frase del enunciado, uno de los dos ha de morir, tiene tanto dramatismo que, solo de pensarlo logra uno estremecerse. Se trata del toro y el torero que, juntos en la arena de una plaza de toros dirimen sus dimensiones, el toro con su fuerza y el torero con su inteligencia para tratar de saber al final quién es el vencedor en la contienda. Lo lógico, si es que cabe la lógica en este espectáculo tan maravilloso como fascinante, es que muera el toro pero, éste siempre tiene la última palabra. Por regla natural vence siempre la inteligencia de torero ante la fuerza bruta del toro pero, pese a ello, a lo largo de la historia ha habido muchas ocasiones en las que ha sido el toro el vencedor en la batalla.

La Fiesta, como tal y desde sus ancestros siempre ha tenido ese punto de emotividad que la ha hecho grande en el mundo. ¿Qué sería de este espectáculo si no estuviera presente la muerte? Una muerte que, lógicamente, todo el mundo quiere evitar pero que, llegado el caso, es una verdad aplastante, la que, de forma desdichada, aporta esa grandeza a la que aludimos. ¿Qué otro espectáculo está rociado de semejante misterio? ¡Ninguno! Ni los corredores de Formula I son capaces de aportar ese misterio que aludimos. Los toros son, queramos o todo lo contrario, la Fiesta por antonomasia en la que, un hombre, a diario juega con la muerte la que, como ha ocurrido tantas veces, al final encuentra su presa.

Una pena que, un espectáculo tan magnánimo como los toros, por culpa de sus protagonistas haya quedado parodiado en su esencia porque, lamentablemente, a diario, pese a que sigue existiendo el peligro, desde los tendidos no se palpa como antaño, de ahí la misericordia que pedimos para esta fiesta maltrecha y humillada desde sus más recónditos ancestros. Por dicha razón, el aficionado, se decanta por la grandeza del toro puesto que, ese animal, íntegro en sus defensas, lleno de casta y de bravura, pese a todo, nos sigue recordando que un hombre se está jugando la vida. ¿Se jugó la vida Roca Rey en Bilbao? Por supuesto que sí. Y nos alegramos todos de que, tras aquella dramática cogida todo quedara en una soberana paliza para el diestro peruano.

Pedimos el toro, como no puede ser de otra manera pero, por encima de todo, queremos palpar el peligro, sentirnos partícipes de ese riesgo inmenso, vibrar con la emoción que todo torero pueda aportarnos en el bello ejercicio de jugarse la vida; pero queremos que todo sea de verdad, nunca la parodia a la que nos tienen acostumbrados las figuras que, como le sucedió a Roca Rey, pueden llevarse un susto, pero nunca una cornada que, de llegar, siempre será culpa del torero porque los toros amaestrados no hieren a nadie.

Si analizamos la presente temporada, como otras anteriores, ¿quién se ha llevado las cornadas? Los héroes que han tenido valor para enfrentarse al toro encastado, el que todos sabemos que en un momento determinado puede inferirte una cornada, algo que han sufrido en sus carnes los diestros humildes del escalafón. Ellos si pueden hablar en propiedad porque son los auténticos protagonistas de una fiesta centenaria que, a lo largo de la historia se ha llevado al otro mundo a muchos toreros.

La magnanimidad de este espectáculo, como dije millones de veces, se tiene que sustentar con el toro puesto que, si el espectador, no ya el aficionado que lo palpa desde lejos, si ese admirador de este espectáculo sin mayores nociones no es capaz de palpar ese peligro que siempre anidó en la fiesta de los toros, ese es el motivo por el cual ha desertizado la gente de los coliseos taurinos. Como conté, un espectador ocasiones que me acompañó hasta Alicante para ver a José Tomás, en su ignorancia me afirmó que, aquello no era lo que él esperaba de una corrida de toros. ¡Y lo dijo un ignorante en materia!

Por supuesto que, la frase del enunciado apenas vale porque, de antemano, ya sabemos quién tiene que morir: ¡El toro! Y, cuidado, que no estamos abogando para que mueran los toreros, todo lo contrario. Pero todos juntos debemos de reconocer que se ha perdido esa magia de antaño que, en ocasiones, hasta se tornaba realidad y un torero entregaba su alma a Dios en el ejercicio de su profesión.

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