Obispo y Oro – Román y Espada: Dos que saben, quieren y pueden.

Por Fernando Fernández Román.

Ayer, en Madrid, el cielo se puso plomizo y avisador: lluvia a la vista. ¡Ya era hora!, dirán los agricultores, los ganaderos y la gente del campo en general. ¡Dita sea!, dirá el empresario taurino de Madrid o de cualquier parte de nuestra geografía que tenga programado dar toros por la tarde. Así que Las Ventas se fue llenando de paraguas, chubasqueros y otros enseres impermeables, conforme se acercaba la hora del clarinazo primerizo, por si le da por caer chuzos de punta, que mira cómo está el levante español. Pero, no; fue una falsa alarma, por más que amenazara la negra montera que apareció sobre el caballete esmaltado del tejadillo; y así estuvo dos horas y media, más o menos, sin que el agua se presentara más que en leve muestra. Pinteaba tan solo, y de ahí no pasó la cosa. Es más, diría que se quedó una tarde primaveral, hermosa, de templada temperatura. Ideal apara torear.

Ayer, en la Plaza de Las Ventas, olía a México desde Manuel Becerra. Llegan los mexicanos al ciclo de toros más renombrado del orbe taurino, algunos de ellos para torear en el ruedo más perseguido de todos los ruedos del mundo, se entiende el taurino. En el patio del desolladero, el periodista Guillermo Leal hace corrillo con Eloy Cavazos, figura preclara de la torería mexicana y Ortega Cano, figura indiscutible de la torería andante española en un tiempo bien cercano. Hay buen ambiente. Llueva o no llueva, la gente tiene ganas de toros y los graderíos se cubren en sus dos terceras partes.

En el otro patio, el de cuadrillas, vela armas un torero de aquél maravilloso país que sabe lo que es actuar sobre estas arenas de Las Ventas, siempre candentes, siempre resbalosas, siempre movedizas, especialmente para quienes llegan del más allá de nuestras fronteras. El torero se llama Octavio García y lo apodan El Payo, diestro ya veterano, nacido en Querétaro. Vuelve a Madrid para ratificar el buen cartel que disfruta en su país. A dos toros de la ganadería titular, Luis Algarra, les dieron la boleta en el reconocimiento veterinario y se completó la corrida con dos de Montalvo, para el mexicano de marras y los nacionales Román Collado y Francisco José Espada. Suena el clarín.

El Payo entra en acción con un cinqueño de Algarra que aprieta mucho y bien en varas, y lo hace durante largo tiempo, con la cara humillada sobre el peto y empujando con los riñones desde las palancas de las pezuñas traseras. Quizá tan largo contacto con la puya y el peto rebajaran su caudal de casta brava, limitándose su comportamiento en el tercio final a dejarse torear, por el pitón derecho especialmente. El toro no ofrecía arrancadas vibrantes y El Payo no camelaba torear de otra forma que no fuera el estímulo del pisotón, y eso gusta poco –o nada—en Madrid. Diríase que cubrió el expediente con un aprobado raspado, colocó una estocada desprendida y dejó el pleito para más adelante; pero el cuarto toro, de Montalvo, tuvo tanta nobleza como falta de fondo y de casta. Se desfondó en seguida, vamos. El Payo no encontró otra forma de lucimiento que mostrar una actitud inasequible al desaliento. Muchos pases y pocos pasos. La flojedad del toro era manifiesta, la paciencia el público, más bien poca. El toro acabó siendo un inválido en estado terminal y el torero se empleó a fondo para conducir con tiento al animal, ante la impertinencia procaz del exigente airado. Pinchazo, estocada y descabello. Aviso y… silencio.

Román salió a por todas en el segundo de la tarde. Una pintura de toro, con el hierro de Algarra. Cinco años de toro envueltos en una piel castaña, pinteada de blancos por la barriga, la badana, las bragas y por el mazacote de la nalga, que le confiere el calificativo de girón. Los cuernos, dos leños engatillados y finos por la parte del pitón. Además, nobilísimo, de tranco alegre, aunque de paso lento. Torear a un toro de perezosa embestida, por muy noble que sea, es un ejercicio que requiere un valor sereno y una capacidad de dominio extraordinaria. Román hizo un derroche de todo eso, y más. Fue una faena emotiva por la cercanía de los dos contendientes y por el acoplamiento de ambos para que la obra de arte se hiciera presente. Román toreó a este toro a placer, aunque no tuviera en el público la recepción que merecía. La estocada, fue magnífica, mortal de necesidad; pero el personal se quedó medio alelado y solo acertó a sacar al torero a saludar al tercio. El quinto, de Montalvo, fue otro cantar. Toro gordo y feo, pero revoltoso donde los haya, de los que ponen en un serio brete al más pintado. Román se la jugó, sin reservas. Aguantó impávido los embates descompuestos del toro salmantino y despertó del marasmo a los piperos de turno. Citaba Román con la muleta por delante y se arrancaba, fiero, el toro dando cambayás, tirando gañafones con giros frenéticos de pescuezo. Y Román, imperturbable, se lo sacaba de entre el faldón de la muleta, como un prestidigitador que maneja el señuelo por arte de birlibirloque. Le plantó cara al toro fanfarrón y malaleche, poniéndole en el balancín de las mulas de una estocada por el hoyo de las agujas. Oreja indiscutible a una faena de agallas; pero, antes, suyo fue el toreo más templado y más artístico de la tarde.

Al triunfo de Román se sumó el de Francisco José Espada. El tercer toro, de Luis Algarra, fue el más terciado de la corrida, y lo protestaron de salida; pero fue propinar un tumbo espectacular al caballo de picar montado por El Legionario, en su primer encuentro, y todo empezó a cambiar. Espada vio pronto las buenas embestidas del animal y fue construyendo una labor de pura inteligencia, avalada por un valor consciente y un excelente concepto del arte del toreo. Le dio aire al toro para que recuperara energía, intercaló pases espectaculares por la espalda y en círculo con bellos muletazos en redondo y al natural. Todo muy medido, muy preciso y muy precioso, para finalizar con una estocada en la yema. Puede ser la estocada de la feria. Los tendidos se poblaron de pañuelos, por tanto la petición de oreja era abrumadoramente (sí, abrumadoramente) mayoritaria; pero el presidente se llamó a andanas… no sea que le pongan a parir en algún medio de comunicación o en redes sociales. Y no concedió el trofeo, incumpliendo de forma soez el reglamente vigente. Digo soez, porque no sabe este hombre el daño que le hace a un torero joven que se ha ganado limpiamente el trofeo, a demanda del público. Un pobre hombre que hurta de esta forma no pude ejercer como defensor del orden público.

En fin, que Francisco José Espada se quedó sin su legítima oreja, aunque dio una clamorosa vuelta al ruedo; pero no es lo mismo. Por eso, hubo de jugarse la vida en el último de la corrida, el último Algarra, en un comienzo de faena escalofriante, aguantando con las dos rodillas en tierra y unos pitones a la altura del cuello de la camisa. El toro embistió andando, pero Francisco José le sacó faena donde no debería haber sino un trasteo abreviado. Sufrió una seria voltereta y abandonó la Plaza por su pie, después de pinchar, “hacer guardia” al toro en el segundo intento y clavar de nuevo el estoque por lo alto del morrillo. Escuchó un aviso, pero se fue entre el aplauso del los espectadores.

Aviso a navegantes: a pesar de la iniquidad presidencial de ayer, toreros como estos dos, Román y Espada, merecen más atención por parte de las empresas. Son necesarios y están preparados para cualquier contingencia. Saben, Pueden y Quieren. No les pierdan de vista, por favor.

Publicado en República

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