Por Luciano Pajares.
En estos dias primaverales cuando el sol, adelantado al verano, hace ostentación de su presencia y el calor es la tónica general en toda la península ibérica, me encuentro en las márgenes del mar Menor, en ese paseo en extremo de malecón ribereño, con terracitas de bar y que, dispuesto con bancos y palmeras para disfrute popular, ocupa una parte importante de las playas del salino lago interior; heme aquí disfrutando de una suave brisa marina en esta mañana de tranquilidad y recreo, en la presencia de un vaivén acuoso que mima en acariciador y suave oleaje la arena de la playa y con la superficie marina de un precioso color verde-azul brillante que se mantiene plana , casi inmóvil y quieta; tan aquietada que las pequeñas embarcaciones deportivas, varadas al ancla, apenas si oscilan los mástiles y las gaviotas, que pasean en grupo por la arena de la playa, también están disfrutando del momento encantador.
Sentado en una mesita a la sombra de un parasol, observo y saboreo el instante mientras espero la llegada de mi amigo y antiguo compañero de trabajo, Jesús. He quedado con él, para tomar unas cañitas y charlar un rato, algo así como los añorados vinos de nuestro Benavente, pero sentados en el chiringuito de siempre a la orilla del mar. Veo venir a Jesús acompañado de un extraño; desde que me fijo en ellos hago cábalas sobre la identidad del desconocido, parece de una edad similar a la nuestra y, por el aspecto, un autentico murciano, moreno, bajo y rechoncho, sin embargo mi sorpresa es grande cuando compruebo su acento extranjero. Jesús, nos presenta y hace constar que es un nuevo vecino y nuevo amigo belga y un antitaurino acérrimo que nunca fue a los toros y no irá nunca a una fiesta de sangre y ensañamiento.
Después de las presentaciones, Jesús y el extranjero, en un castellano muy inteligible, siguen en la perorata de sus ponencias taurófilas y antitaurófilas. Conocedor de mi afición a los toros, mi amigo, pretende involucrarme en el tema, pero, ante el desconocido, no quiero prestarle ayuda en sus tesis taurinas; sin embargo llega un momento en el que escucho que el opositor a la Fiesta Nacional, con un desconocimiento total de lo que son y representan para nosotros los toros, se atreve a decir que son expresiones de carácter violento, que se manifiesta en los golpes de las manos y los gritos como si fuéramos todos el gran duque de Alba, cuando él, por su morfología, pudiera ser descendiente de los amoríos de algún soldado de los antiguos Tercios, en ese momento, en una servilleta del bar empiezo a memorizar y escribir una parte de un viejo poema sobre liturgia taurófila. Se callan los dos y me miran como a un bicho raro esperando que hable.
Cuando termino de escribir, entrego el poemita, al antitaurino, explicando que los toros son una técnica con toda la sublimidad mística que implica un arte, que reúnen más que valor humano, que esos arrebatos de manos se dicen palmas de alegría incontenida, que esos gritos de olé tienen un sentido emotivo profundo, y la estrofa forma parte de un poemario inconcluso sobre el ritual del ceremonial que se entraña en el canon de las tauromaquias; Y tauromaquias, como el arte de los toros, hay muchas. Les dejé el poema y me fui a buscar a mis nietos al cole. Los versos dicen: ¡Olé! Es un ¡Oh! con ¡e!/ Que se escapa, desde el alma;/ es suspiro de emociones;/ es arte, son vibraciones/ que entre barruntos de miedo/ respiran los corazones/ cuando el Toro está en el ruedo.