La grandeza, la idolatría, la necesidad por Rafael Cardona.
Hay otra condición en los hombres excepcionales, cuando no se es heroico pero sí se es atractivo, magnético, llamativo. Cuando se logra una devoción especialmente de quienes nunca supieron los méritos reales o imaginarios de la nueva fama.
Cuando el célebre se convierte en el ídolo, en el misterio, encarnado. Y puede ser un luchador, un futbolista o un torero. No importa su real calidad, importa la resonancia de su nombre.
Y eso acaba de ocurrir con El Pana, cuya muerte se ajusta en cierto modo a su deseo: acabar víctima del toro. Y eso es fácil: a fin de cuentas el toro siempre vence. El toro gana.
Hoy repito algunas líneas en memoria de Rodolfo Rodríguez:
“Pues sí, Pana, ahora empieza la hora negra, brujo.Grave como las intoxicaciones y las clínicas de restauración, Pana; triste como solo se puede estar cuando ya no hay nadie en el tendido vacío, ni en la plaza, cuando ya se vaciaron las andanadas y el grito de tu voltereta ya no tiene ni siquiera el eco de una garganta angustiada; cuando no hay un alma en la capilla y ni siquiera termina de secarse la sangre del destazadero y sólo queda el intolerable olor de boñiga de caballo y los restos y pellejos de las reses muertas y desolladas, cuando el sopor de las moscas en los chiqueros no deja dormir a los toros mansos, cuando llega la noche, Brujo; cuando todo se ha perdido menos aquella luz interior, aquel momento de muleta relámpago, aquella tarde, cuando el Rey Mago se te apareció en el ruedo con sus regalos de Niño Dios, y sin muleta, y sin nada excepto una franca sonrisa de augurio provechoso, el Pana caminaba dándole la espalda a la vida triste de los años idos.Hoy ya no queda nada. Dolor, olvido, soledad sin muslos de mujer”.