Marco Pérez, el pequeño, inmenso milagro del toreo

Por Ana Pedrero.

Con su chaquetilla de terciopelo chocolate, con sus pies de miniatura asentados en el albero, ha hecho verdad, grande, inmenso, el maravilloso, brutal, deslumbrante milagro del toreo.

Un paso al frente, el primero, echando el pie derecho para espantar el mal fario. Un paso por detrás, arropando, los toreros que habrá visto una y mil veces en el Plus, en las plazas y en los vídeos, los toreros que admira, los patrones por los que corta sus sueños. 

Toreros que le multiplican la edad y el kilometraje en la vida y en las plazas: Paquirri; el poderoso rey Juli, que empuña el cetro y que fue otro niño prodigioso; Cayetano, con sus genes toreros pidiendo guerra; Garrido, agua fresca, cada día a más, hoy en arrimón después de dibujar primores con el capote; el rey Roca Rey, su ídolo, en estado de gracia, en majestad como ninguno; y Alejandro Marcos, que hace apenas unos años soñaba con ser torero en los bolsines y en julio cumple el sueño en Santander con cartel de tronío. Y Marco. Marco Pérez.

Marco Pérez, de Salamanca, parecía pequeño en la inmensidad del ruedo de Ávila. Pero es enorme. Tan grande, que cuando echó el paso al frente con su chaquetilla de terciopelo tabaco, logró lo que no logran muchos de los grandes, de los que copan ferias pero no son capaces de que la piel se me erice ni un instante; los que le quitan puestos a los que me emocionan porque son aire fresco y vienen arreando y son promesa, los que a veces consiguen que se me olvide que hay un veneno que se llama toreo que te pellizca en las entrañas y te engancha para siempre como una droga dura.

Pero Marco Pérez echó el paso al frente, tan pequeño, tan grande, y en ese momento había emoción, y futuro, ilusión, promesa. Y en ese momento el veneno tan dormido afloró hasta el punto de las lágrimas. Solo era el paseíllo.

Después vinieron los brindis del Juli y Cayetano, que saben que hay que mimar, que proteger el tesoro que posee Marco, ese tesoro que pulen José Ignacio, José Ramón y Javier en la Escuela de Salamanca cada día con Marco y los que no se llaman Marco pero se llaman sueños y futuro, toreros del mañana. 

Y después Marco echó otra vez el pie. Era su turno. Y se fue a portagayola y se desató la locura en los tendidos. Allí, de rodillas, frente a la puerta de toriles, era un monumento al futuro, un cántico de esperanza, cien mil motivos para la alegría.

Su porte de torero, su raza, sus prodigiosos pases de pecho, los riñones encajados, el mentón asentado en el pecho, su aislarse del mundo para ser solo un niño que sueña el toreo. Su ser, su sentirse torero caminando por la plaza, frente a la becerra -dos cachorros iniciándose en sus destinos-, su porte tomando el vaso plateado para enjuagarse la boca, el estruendo de una plaza latiendo, rugiendo, rabiosamente viva. Torero, torero. Viva la madre que te parió.

Y Marco, Marco Pérez, me rompió entera por dentro. Y me destrozó el titular hermoso que hace tiempo quería dedicarle, y me emocionó, me envenenó hasta las lágrimas y me atropelló emociones y palabras. Es un torrente. Es la vida.

Saliendo de la plaza, el sol que ya caía, el rumor de los tendidos solo repetía su nombre con una sonrisa, la sonrisa de la alegría, del futuro de la vida. Atrás quedaba la sabiduría del rey Juli, la raza de Cayetano, el capote de Garrido, la despedida de Paquirri, la cuenta atrás de Alejandro, la majestad de Roca Rey. Nadie se acordaba, siquiera, de que una infanta de España estaba en la plaza presenciando el festejo.

Marco, Marco Pérez, con su chaquetilla de terciopelo chocolate, con sus pies de miniatura asentados en el albero; el pequeño Marco Pérez ha hecho verdad, grande, inmenso, el maravilloso, brutal, deslumbrante milagro del toreo.

Fuente: Salamanca rtvaldia

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