Obispo y Oro: De la maestría de El Juli a la solvencia de Manzanares Por Fernando Fernández Román.

Manzanares.

Seamos claros: ayer en Vistalegre, El Juli mostró sus papeles a quien demandarlos quisiere. Son los que acreditan su condición de torero en plena sazón, o en estado de gracia, si lo prefieren. El Juli avisó de sus intenciones para esta incierta temporada que se avecina el día 2 de mayo en Las Ventas y ha vuelto a dar un toque de atención, trece días después, en este Carabanchel popular y populoso. Dos fechas para celebrar por todo lo alto: la gesta de los aborígenes de la capital de Reino, en su levantamiento contra el invasor francés, y el recuerdo medieval del bondadoso Isidro, Santo Patrono de la villa.

El presente sanisidro taurino de Carabanchel suscitará controversias y disparidad de criterios, pero la realidad es que se ha puesto en marcha lejos de su escenario principal y no se ha hundido el mundo –el de los toros, quiero decir– por ello. Al ciclópeo edificio multiusos llegó anteayer Morante, cargado de emociones para transfundirlas a las gentes que ocupaban el confortable graderío y al día siguiente se ha presentado El Juli con sus credenciales de poderío y sapiencia para proponer sus propias donaciones. Está cuajado. Él, que ya tenía de chico el amor propio a flor de piel, se ve ahora dueño de un bagaje envidiable, el que se amasa con los años y moldea la experiencia. Ayer, Julián López Escobar toreó superiormente a dos toros de Alcurrucén de muy diferente condición: uno de capa colorada y frente caribella, abantito de salida y distraído en sus primeros pasos por el ruedo, desarrolló después un fondo de nobleza para el que se precisa un doctorado en minería taurina, y otro que pareció tener problemas sicométricos en la apoyatura de sus patas delanteras y traseras, pero después se reveló como un dechado de bravura en su templada embestida. Para ello, el torero hubo de ofrecer a los toros el tratamiento que requerían. Ni un enganchón al primero, para desengañarle de sus primerizas renuencias, y una clase magistral de convicciones al segundo, para desbastar las aristas de la embestida. Los toreó a placer, repito, y fue un placer ver a El Juli en un grado de madurez para algunos insospechado, sobre todo para aquellos que le demonizan de forma tan visceral como sistemática. Rozó el triunfo de clamor, pero esta vez le falló la espada. Confío en que, progresivamente, vaya corrigiendo el saltito del embroque para ejecutar el volapié. Cuando lo consiga habrá cerrado el círculo que le confiere la categoría de figura destacada en los dos primeros decenios del siglo XXI.

También Manzanares hubo de hacer un esfuerzo supremo para solventar la peripecia que tejieron los dos alcurrucenes de su lote, dos toros que parecían tener como principal objetivo echarse a los lomos –o algo más— al apuesto mozo bordado en azabache que se mostraba valeroso y arrogante, haciendo gala de ello frente la esgrima artera de los cornúpetas. Uno de ellos, segundo de larde, lo empitonó de mala manera, pero el hombre salió ileso del percance y tuvo arrestos para fulminarlo con un espadazo por el hoyo de las agujas. No le dieron la oreja, pero a fe que la estocada lo merecía. El público la pidió con timidez y el presidente cumplió el Reglamento al negarla, como buen funcionario. No olvidemos que estamos en plaza de segunda categoría. Esto es Madrid, pero menos. El quinto fue aún más complicado, más difícil de encelar en las telas de torear. El toro medía al torero con la mirada y el torero hacía lo propio con el toro, pero utilizando por medidores la capa y la muleta, llevámndolo prendido hasta el lugar que marcaba el trazo de las suertes. Meritísima actuación del diestro alicantino.

No llegó a disfrutar de este reconocimiento Paco Ureña, porque se llevó el lote más deslucido –que no más complicado—de la tarde. Su primer toro –brindado a Miguel Abellán— embistió con celeridad, pero con la cara por arriba y no se entregó jamás, y el que cerró el festejo fue todo un galafate que salió engallado y murió humillado, después de buscar las tablas con desesperante tozudez. Alargó Paco demasiado la primera faena y escuchó un aviso antes de recibir la ovación del público, y al que ponía fin a la función lo apioló de una estocada aliviándose. Tampoco merecía más el morlaco.

No hubo orejas, pero la corrida –seria donde las haya, cinqueña toda ella– interesó grandemente a los aficionados. El Juli, en maestro, Manzanares, solvente y Ureña, aún con el viento de la fortuna en contra, fueron despedidos con una sonora ovación. A lo relatado sobre la actuación de los matadores hay que añadir el colosal par de banderillas que colocó Daniel Duarte al segundo toro y su templada brega al destemplado quinto y que Pedro Iturralde picó con su habitual precisión y poderío al tercero. No hubo, pues, un solo minuto de aburrimiento. Además, sonaron las notas del pasacalles Los Nardos –era del día apropiado– en el tramo final de la corrida. Por último, consignar que esta Plaza tiene el tiro de mulillas más esbelto y mejor atalajado del mundo taurino mundial. Queda mucha tela por cortar en el ruedo del faraónico coliseo. Esta feria promete.

Publicado en República

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