
Por Fernando Fernández Román.
Estaba Tomás Rufo junto a la tronera del burladero que se enfrenta a toriles en la plaza de toros de Valladolid, con su rostro juvenil de incipiente barba recién afeitada y su cuerpo embutido en un vestido de tela blanca, bordada en oro, impecablemente ajustado. Miraba para arriba, sin querer mirar, con los parpados entornados, y hablaba para sí sin querer hablar, musitando, sin duda, una plegaria, segundos antes de que saliera el toro de Justo Hernández con el que iba a tomar la alternativa. Pedía suerte, mucha suerte, porque ese burladero de tablas erosionadas y pintura raída, no era sino el punto de partida de un largo camino por recorrer. Y el toro salió, Campanario de nombre, con el pelo colorado chorreado quemado en el costillar por el número 100 y en anca por el hierro del recordado Domingo Hernández. Empieza aquí la historia de un muchacho de Talavera de la Reina que quiere ser torero. Como tantos otros.
En ese ambiente se hallaba Tomás en la tarde del día soñado, con los tendidos poblados de gran cantidad de seguidores talaveranos, entre los que se encontraba su familia más directa, de padres para abajo. Sin ir más lejos, tras de mí, en una barrera, se encontraba su madre y su hermano. Lo supe en seguida, sin preguntar a nadie. Hay cosas que se palpan. O se huelen. El perfume de la madre de un torero es tan intenso como intransferible. Y cuando una madre va a ver torear a su hijo, es probable que se ponga en marcha entre ellos una corriente ignota y umbilical que se encarga de aclarar o enderezar lo ignoto e impredecible. Tan es así, que ese primer toro, venido de los campos de Salamanca, fue bueno, esencialmente bueno. Diríase de exquisita bondad. Como hecho a la medida para asegurar el triunfo; pero, ¡ojo!, estos toros de insólita dulcedumbre precisan un torero que toree con la cabeza fría y el corazón caliente, que maneje las telas de torear con una parsimonia acorde con su armoniosa embestida. Temple, mucho temple. Ritmo y cadencia. Ni un enganchón, ni un rebuño de capote o muleta. Nada de tirones o trapazos. Así toreó a la verónica Tomás Rufo, así se pasó al toro por la faja en un quite por gaoneras preciso y precioso y así toreó en redondo con la mano diestra y por naturales con la zurda. Impecable faena, sí, pero este toreo tan lindo, tan académico, delineado en curva solemne, de trazo lento, puede dar lugar a poner al público en un trance de laxitud perniciosa. ¡Qué fácil parece todo! Precisamente por eso, la faena tomó vuelo y caló definitivamente en los graderíos cuando Rufo se pasó al toro por la espalda, rozándole la culera, en un muletazo inverosímil y temerario. La Plaza estalló. Y cuando clavó la espada en lo alto, las dos orejas fueron a parar, inexorablemente, a las manos del torero nuevo.
El primer acto había acabado como acaba el mejor de los sueños: con una apoteosis colectiva. Y, a la vez, con una relajación de músculos y nervios en el joven diestro y sus directos allegados, al tiempo que la corrida entra para ellos en un impasse de dilatada espera, en unos minutos –horas, incluso—interminables. Del primero a la salida del sexto, van cuatro toros, y su lidia puede ampliarse por circunstancias imprevistas. En este inmenso entreacto, de no participación activa en el ruedo, al torero toricantano le da tiempo a pensar en mil cosas. ¡Qué dura debe ser la inacción de un torero impaciente por torear! También para la madre deberá ser este receso más largo que un día sin pan. Al fin, salió el sexto, que resultó ser el reverso del primero. Raspón, de nombre y rasposo de carácter. Cortaba las embestidas y corneaba las telas, defendiéndose, más que atacando. Malo, como un nublado. Dura prueba para el torero nuevo. Nada más empezar la faena se vio que Tomas Rufo no tenía nada que hacer… salvo jugarse la vida a un albur, demostrar que había llegado hasta a aquí para quedarse. Para quedarse quieto ante renuencias y tarascadas. El público, le gritaba que acabara pronto con aquél toro de Justo Hernández, que era una “prenda” de mercadillo; pero Rufo se empeñó en traspasar todas las líneas rojas que hiciera falta, con tal de concluir la tarde de su alternativa en una apoteosis completa, para el recuerdo. Que no se diga que vuelve la cara ante la adversidad. Y el toro casi se la parte, porque la cogida –“cantada”, a la vista del peligro que irradiaba el animal—fue espeluznante, con el toro tirando cornadas a un guiñapo que rodaba por el suelo, entre sus pezuñas, con el blanco y oro embadurnado de sangre de morrillo y arena del ruedo. Entonces, la Plaza se convirtió en un pozo de pasión, en el que se debatía la madre del torero, gritando su angustia. Todo se resolvió cuando Tomás Rufo volvió a la cara del agresor muleta en mano y se lo pasó por la barriga, antes de meterle la espada por el hoyo de las agujas. La emoción fue indescriptible y otras dos orejas volaron hasta los dedos del matador. Dos orejas que no se pueden discutir, porque la pasión, en la fiesta de los toros, tiene carácter de irrefrenable. No está reglamentada, ni cotiza en bolsa taurina alguna.
Entre medias, El Juli volvió a demostrar su madurez como torero y su desmedida afición por estudiar las reacciones del toro de lidia. Particularmente esta ganadería. Julián debe saber –sabe, de hecho—que los toros tienen una capacidad de bravura almacenada en sus genes. Unos más, otros, menos. A los de Garcigrande, les tiene tomada la medida. Estoy convencido de que El Juli habrá tentado de vacas jóvenes a la madre que parió a los dos toros de su lote. Debe saber hasta su descendencia de reata. Y como lo sabe, los diagnostica a la perfección. A cada cual, le da el tratamiento específico. Al primero de su lote, dándole confianza en las primeras tandas de muleta, midiendo distancias y calculando alturas, consiguió sacarle del fondo de sus entrañas hasta la última embestida; y al segundo, también le extrajo el cupo máximo de acometidas, dejándolo “refrescar” en largos paseos entre tanda y tanda. Si El Juli hubiera sido minero, no deja ni una brizna de mineral en las paredes del túnel trabajado. Pero, a todo esto, extrajo pases con la capa y la muleta de acusado temple y bella composición. Más de veinte años en la cima, dan para mucho. Y exigen más. Pinchó al primero antes de la estocada y se llevó una oreja, pero al cuarto le metió el acero con precisión y contundencia y el premio se duplicó. Tres orejas. El Juli, en el ruedo de una Plaza, no da tregua a nadie.
Tampoco la da Manzanares, pero esta vez las circunstancias le fueron adversas, por diferentes razones. Su primer toro llegó al tercio final descompuesto y cabeceante. Nada fácil de conducir con las telas de torear. Quizá acusara su pelea desordenada en varas, con el toro empujando bravucón y el picador Chocolate picoteando por acá y por allá, en la taza del morrillo y fuera de ella, con el picatoste de su vara. Eso sí, lo toreó con su proverbial empaque y lo mató de una soberbia estocada, recibiendo una gran ovación. El quinto exhibió una bravura alborotada, de toro antiguo. Muy vivaz, embistió con desbordante codicia. No obstante la faena tuvo momentos de intensa emoción, especialmente en tandas en redondo y al natural, de bella composición. Falló en el primer intento de estocada en la suerte de recibir y aceró al segundo viaje. Cuando el toro estaba doblando sonó un aviso, pero Manzanares fue premiado con una oreja.
La noche amenazaba con llegar cuando se llevaron en hombros a El Juli y Tomás Rufo, presente y futuro de esta Fiesta nuestra. Llega a ella un chico de Talavera de la Reina que ayer, en Valladolid, vivió en su propia carne la dureza de la aventura que le aguarda para cumplir su sueño. La eterna fábula del largo camino del torero nuevo.
Publicado en República