Opinión: San Román.

Por José Miguel Arruego. Foto Juanelo.

Llevaba algún tiempo en barbecho. Pero no ha sido tiempo perdido. Vacas y carretón. Campo y laboratorio para trabajar, afinar, ahondar. Y sorprender. Eso es lo que ha hecho Diego San Román los últimos 20 días en México.

Los que tienen paladar para calibrar el toreo han visto en La Petatera, en los carnavales de Autlán, o el pasado domingo en El Nuevo Progreso un torero cada vez más fiel a un concepto, amparado y sustentado en esa reconocida base de valor que le ha servido para adquirir, crecer y desarrollar registros técnicos que aún no contaban en su hoja de servicios.

Pero las plazas las llena el gran público, más lego en la materia pero igualmente válido a la hora de manifestarse. Y al profano se le conquista por la emoción, ya sea por la vía épica o estética. Con San Román el pellizco en el estómago se genera a partir de la sensación de riesgo que produce el ajuste.

Las apreturas llevadas al límite. Del modo tan desnudo y tan salvaje como el queretano entiende el toreo. De pie y de rodillas. Primero para exprimir las embestidas muy en corto, citando muy hundido y aplastado. Y luego, cuando el animal está ya sometido, el postre: No es sólo dejarse llegar los pitones al cuerpo sino que los mismos le rocen, le empujen, incluso le golpeen antes de seguir la tela roja.

En España, donde ya triunfó rotundamente como novillero, se espera su debut como matador con ilusión. Es la diferencia entre gustar y conmover. Entre agradar e impactar al que se sienta en el tendido, ya sea profesional, aficionado o simple curioso. Y que cuando salgan de la plaza, en lugar de decir ‘¿dónde nos tomamos una caña?’ salgan diciendo ‘¡Cómo ha estado este hijo de puta!’

Publicado en Mundotoro.

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