Obispo y Oro: Un toro y un quite.

Por Fernando Fernández Román.

Ayer, en Sevilla, a eso de las seis y media de la tarde, se alineaban seis toreros en horizontal por delante del doble portón que aboca al ruedo maestrante desde el patio de caballos. Seis sevillanos dispuestos a jugárselo todo a una carta, una sola, la que traiga premio con forma de toro bravo. Seis cartas salieron al tapete de albero, seis, para otros tantos jugadores vestidos de seda y oro, los seis que, a la citada hora, avanzaban en abanico hacia la barrera que se halla enfrentada a toriles para reverenciar al presidente de la corrida. Su bagaje: un toro y un quite en el anterior, por orden de lidia. Nunca un juego fue tan estricto y tan decisivo para un grupo de jugadores en esta loca aventura que es el toreo. No va más.

Del planteamiento de este tipo de corridas ya les hablé hace tan solo cuatro días. Abundo, ahora: es un albur insólito para matadores de alternativa; una fórmula que pudiera parecerse a la famosa “Oportunidad” de los años 60 del pasado siglo en la Plaza de Vista Alegre de Carabanchel, como opción única e inaplazable a la que se agarraron como lapas aquéllos maletillas que aspiraban a alcanzar fama y fortuna por la vía rápida; solo que, en este caso, los que se reunieron en el portalón empedrado de la Maestranza no eran aspirantes de hatillo al hombro, sino matadores de toros con toda la barba (la mayoría con confirmación de alternativa en Madrid), liados todos ellos con el capote de paseo que arropa la esperanza de triunfar a golpe cantado y arañar una sustitución en esta feria de Abril que asoma por la vuelta de la esquina.

Las seis cartas llevaban el marchamo de Fermín Bohórquez, ganadero de reses de lidia que años atrás fuera uno de los baluartes del encaste Murube, hontanar indiscutible del toro de lidia y ahora poco menos que arrumbado para servir de plato apetecible en las corridas de rejones. Así es la vida. La vida del campo bravo, quiero decir.

Digamos pronto que los seis matadores de toros sevillanos saben torear, y muy bien. Y que algunos toros de Bohórquez fueron bravos y nobles (cuarto y quinto), incluso uno, el tercero, encastado; por tanto, el resto presentaron dificultades (primero) mansearon aquerenciados (segundo) o, sencillamente, se vinieron abajo en el tercio final (sexto). Todos cinqueños, todos negros y no todos uniformes en peso y trapío. De ello se deduce que los “seises” que vestían de luces tuvieron una partitura bien distinta para poner de manifiesto su concepto del arte del toreo. Los menos agraciados fueron Borja Jiménez ante un toro enterizo y amorfo, tan serio como artero, buscando carne humana para ensartar, Lama de Góngora, que se las vio con otro murubeño de incierta embestida, Ángel Jiménez, que se puso ante dos cuernos largos y astifinos y una mole de 595 que quería pero no podía superar la fatiga de la lidia y Calerito, decidido en la porta gayola fallida y empecinado en construir una faena de intermitente lucimiento por el desfondamiento del animal. Quede claro que todos estos toreros tuvieron momentos felices, logrando lucirse en varios `pasajes con capote y muleta y ligando series cuando la ocasión les fue propicia. De ahí no pasó la cosa, esta es la verdad.

Lo mejor de la corrida corrió a cargo de Rafael Serna y José Ruiz Muñoz con sendos buenos ejemplares de Bohórquez. Serna, con un toro bravo y encastado que acudió con alegría al caballo de picar, pero fue mal picado. No obstante, tuvo fuelle suficiente para acudir a los cites del torero, que cuajó una faena muy bien recibida por el público –menos de media entrada en los graderíos—y amenizada por la banda de música de la Maestranza. Lástima que no rematara con la espada, porque pinchó antes del metisaca mortal y hubo de refrendar lo hecho con el descabello, sufriendo un arreón que le ocasionó rotura de la taleguilla, sin aparentes males mayores. Y Ruiz Muñoz nos hizo recordar la apostura, prestancia y desmayo de su tío-abuelo Curro Romero que ocupaba una delantera de grada. Todo lo que hizo José Ruiz Muñoz tuvo un sello “arromerado” inconfundible. Llevaba el romero bordado hasta en el espaldar de la chaquetilla. Y tanto le emocionó al público este recuerdo en vivo y en directo que cuando el chico le brindó a su venerable y venerado antecesor la faena de ese quinto toro, todo el mundo (hombres, mujeres y niños) se puso en pie para estallar en una cerrada ovación al santa santorum de ese templo del toreo que es la Maestranza. Lo cierto es que el muchacho bordó unas chicuelinas al paso y toreó a la verónica con especial apostura, ligó pases de temple exquisito con ambas manos –los naturales fueron magníficos, una trincherilla, de cartel—y la música le acompañó durante la larga y pausada faena, rematada con una estocada, traserilla pero letal. Sorpresa: no le dieron la oreja (es lo que pueden traer excesos anteriores), pero Ruíz Muñoz hubo de recorrer el perímetro del ruedo en medio de una gran ovación.

Lució el sol y molestó el viento. La corrida se mató –la mataron los toreros—con bastante decisión y el público aplaudió las diestras intervenciones de los diestros, un sexteto de infantería con vistosos, luminosos e impecables uniformes centelleando al sol de Sevilla. Así se cumplió la corrida que hace de pórtico a la inminente feria de Abril. Los seis toreros sevillanos cumplieron su compromiso de presentar credenciales sobre una sola opción más la calderilla de un quite. No va más, repito.

Ah, por cierto: una corrida de toros así planteada en Sevilla, tiene (casi) cerrada la Puerta del Príncipe a los toreros. A no ser que a uno le dé por cortar un rabo, cosa que roza lo quimérico. ¿Habían caído en la cuenta?

Publicado en República

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