Espoleado por el capote de Juan Ortega, salió José Antonio con la raza y pundonor que sólo atesoran los grandes toreros, con esos estímulos y acertijos del que huye de lo cartesiano en aras de ese sentir los efluvios del arrebato interior.
Por Jesús Soto de Alba.
Sólo es arte aquello que se sale del propio tiempo, de ese estado de tiempo huido, abstraído (socavón duendístico), que rechaza y se rebela contra todo reloj, para salvarse de todo lo nuevo y todo lo viejo en su cosmos de atemporalidad. Porque el arte conmociona la propia medida del tiempo en su epifanía misma, sólo entonces la obra adquiere pulso, música y soledad propia, en ese maremágnum de incertidumbre y catarsis emocional. Morante nos dijo esto mismo, su decir torero, en ese ser poseedor de los secretos para abrirse paso por entre lo cotidiano y obrar esas emociones duendísticas, donde su enjundia torera se convierte en alma que artísticamente se olvida de aprender para acordarse de desaprender. Y como el pintor y el escritor, que precisan de sus avíos inspiradores, Morante tuvo a ese toro, ‘Ligerito‘, de Domingo Hernández, soberbio y bravo en su embestida con ese derroche de clase, temple y ritmo; y así, se fueron fundiendo entre miradas, cites y envites de fogosa pasión.
Espoleado por el capote de Juan Ortega, salió José Antonio con la raza y pundonor que sólo atesoran los grandes toreros, con esos estímulos y acertijos del que huye de lo cartesiano en aras de ese sentir los efluvios del arrebato interior. Tiene tanto José Antonio de apolíneo como de dionisíaco, de ciencia y de esencia, pero es cuando se rompe en el desmayo de lo dionisíaco (que nos hablara Nietzsche) cuando más y mejor se quema entre brasas y cenizas, en ese fuego soñado, de ese soñar tan suyo en aquella gallardía de José, en aquel barroquismo de Juan, en ese ángel de Chicuelo y, sobre todo, en ese doloroso abismo de Paula… y con ello toreó, soñando y sublimándose en ese ser o no ser de Shakespeare.
Y es que cuando se es, poco o nada importan ya esos despojos (que son pamplinas para los estadísticos y los folclóricos), lo único que queda es la impronta temblorosa de su sentimiento, ese alma que en el aire cala airosamente. Sé, pues así lo sentí, que asistí a la mejor faena de las últimas dos décadas, a su cima torera, que sin llegar a aquellas de Paula, ni aquellas otras de Curro (pues ésas eran otra cosa), sí que nos vino a decir ‘su propia cosa’, esa grandeza que cuando surge acaba con todo, y no porque parezca ser, sino por ser… lo que parece.