José Antonio Ruiz, ‘Espartaco’.

Por Josemaría Picallo.

Volvió a Pontevedra con su eterna sonrisa y su colosal bonhomía. Vino a presentar los carteles de la Feria de la Peregrina con los hermanos Lozano, propietarios y empresarios de la plaza de San Roque. Amigos suyos que lo son y apoderados que lo fueron del entonces jovencísimo novillero de Espartinas que debuto en nuestra plaza a principios de los años setenta.

Se presento en Pontevedra haciendo el paseíllo un día de la Peregrina de 1979. Había toreado aquí muy niño en algunos espectáculos menores que le servían para foguearse y comenzar el durísimo camino de matador de toros. Y aquí, también, debutó con picadores en agosto de 1977. En el patio de caballos de la plaza de San Roque se colocó una placa conmemorativa el día que el maestro sevillano cumplió los treinta años de alternativa.

Aquí se presentó y aquí, también, vino a despedirse de la afición pontevedresa cuando anuncio su retirada de los ruedos. Se acerco a decirnos adiós a una afición alegre y bulliciosa que va a la plaza a divertirse y no a pergeñar una tesis doctoral sobre el reglamento taurino y la colocación de la espada, milímetro arriba, milímetro abajo, en los rubios del toro. El coso de San Roque es para Juan Antonio Espartaco su plaza.

Un bellísimo rincón del barrio marinero pontevedrés que me ayudo a conocer esa entrañable persona que fue Juan Villaverde Barcala, presidente del Gremio de Mareantes. En ese rincón comenzó a brillar de manera extraordinaria, un torero admirable que estaría en lo más alto del escalafón de matadores durante, nada menos, que ocho años. Ocho temporadas, en las que Espartaco mandaba en el toreo, cobraba más que nadie y era el epicentro de todas las ferias de España. Un mando en la tauromaquia, tan difícil de alcanzar y mucho más de mantener, que le permitía imponer la perdiz con tomate, escoger plaza, fecha, ganadería y compañeros de cartel. Y todo ello, desde la máxima humildad, sin alardes ni aspavientos.

Y sin alardes, pero con una fortaleza admirable, volvió a nuestra plaza después de aquel terrible calvario que sufrió por una gravísima lesión producida en un partido de fútbol benéfico. Pasó mas de cinco veces por el quirófano, se desplazo a los Estados Unidos en busca de la solución entre los mejores traumatólogos y tuvo una terrible y dolorosa rehabilitación que supero con una lucha tenaz y la voluntad de hierro de un torero que quería volver a torear. Y así lo hizo. Nació para ser torero y máxima figura de la tauromaquia.

El camino no fue fácil. Y ello por cuanto, pocos, muy pocos toreros ha habido en este siglo y en el pasado que haya atesorado una técnica tan extraordinaria para el toreo y un conocimiento tan claro de los toros. Unos toros a los que podía con una pasmosa y extraña facilidad, después de analizarlos en segundos de tiempo y ser capaz de prever su futuro comportamiento en las distintas suertes. Veía al toro de salida, observaba sus condiciones y aplicaba en su lidia una depuradísima técnica que le permitía el triunfo. Se fue un torero.

La afición de Pontevedra lo sintió enormemente, pero no olvida la sonrisa de ese hombre bueno y cercano que cada vez que viene a esta ciudad no deja de recordar que aquí comenzó un sueño casi imposible que se hizo realidad y de mostrar públicamente su agradecimiento a esta afición que lo arropo siempre. Este jueves lo volvió a hacer.

Publicidad en Diario de Pontevedra

Deja un comentario