Obispo y Oro: Juan Ortega borda el toreo en Valladolid.

Por Fernando Fernandez Román.

Gregorio Corrochano, factótum de la crítica taurina en la llamada Edad de Oro del Toreo (segundo decenio del pasado siglo), se preguntaba en uno de sus libros más leídos, “¿qué es torear?”, respondiéndose a sí mismo: “yo no lo sé; creí que lo sabía Joselito y vi como le mataba un toro”.

A siglo y pico de distancia, la incógnita, la gran equis del toreo, sigue ahí, incólume, interrogativa, aguantando el misterio de su aritmético desembarazo, la solución imposible de un tema tan enrevesado como sorprendente que habrá de abordarse con un árbitro inapelable, la muerte. Ya me dirán, pues, quien es el guapo –o la guapa—que dé con la tecla de la solución para que el horizonte se abra ante nosotros, despejado, limpio, diáfano, cuando hay alguien de por medio, el toro, con una carga ilegible de estorbos, un empeño a la contra que puede acabar emborronando la ecuación.

Afortunadamente, tenemos en este país un recoleto muestrario de toreros –dos o tres, no más– que entienden la cuestión apoyándose en un inamovible fundamento: el arte. Cuando el arte resplandece con toda su rutilancia, ¡ay, amigos!, la cosa cambia, todo se envuelve en una pátina transparente, limpia, capaz de abrir los ojos y embriagar el ánimo del más lego en materia de belleza; para lo cual, es menester contar con un elemento tan esotérico como principal: el genio del artista; o lo que es lo mismo, un artista genial. Solo cuando se hacen presentes estos miembros se hallará la diferencia entre el artista y el artesano, entre el coser y el bordar, en este caso el toreo. Y eso fue lo que ayer tarde ocurrió en Valladolid.

El bordador se anuncia en los carteles de toros como Juan Ortega, de Triana (Sevilla), por más señas. De esa Triana fragüera y alfarera que se recuesta sobre la margen derecha del Guadalquivir, la que acogió a Belmonte en su Altozano y parió al Gitanillo de la verónica de “barrido desmayo” que cantó Gerardo Diego. Ayer la pudimos ver, aunque fuera a retazos, en esta tierra de Castilla, la más “andaluza” de la meseta, solo que prolongada a dos faenas de muleta, de una belleza apabullante. Dos faenas –especialmente la del quinto toro de la tarde—difíciles de olvidar, dos obras de arte para el recuerdo que tienen una enredosa explicación, si es que la tienen.

Todo se basó en la lentitud, en el asentamiento del torero sobre el ruedo, en la ausencia de cualquier atisbo de crispación. Citaba Juan Ortega con la muleta lacia y aguardaba la embestida del toro sin prisa, esperando a que el toro se empapara en ella para conducir su viaje con rebozo, trayéndole de acá para allá, como si estuviera acunando el toreo. Ea, ea, ea… los pases con la pierna flexionada, los en redondo sobre la derecha, los naturales, los ayudados por alto y por bajo con el torero erguido y solemne… ¡Qué belleza, por Dios! Los oles atronaban el ambiente. Eran oles sinceros, espontáneos, de pura admiración. Juan Ortega toreaba con un temple tan exquisito y una soltura de muñeca admirable que la gente no se cansaba de corear y aplaudir. Si la actuación en el segundo toro fue magnífica, la del quinto rozó la perfección. Para colmo de bienes, Juan Ortega se fue tras la espada con derechura en sus dos toros, mandándoles al desolladero de sendas estocadas hasta los gavilanes. Hago hincapié en esta circunstancia porque Juan Ortega ayer fue un certero y sincero matador, cumpliendo el axioma taurino de la excepcionalidad: torea como los que no matan y mata como los que no torean. El colmo de la felicidad.

Es evidente que para conseguir todo esto los toros hubieron de embestir en consonancia con la obra; y sí, embistieron los dos de Núñez del Cuvillo, dos toros bravos y, sobre todo, nobles que posibilitaron la creación de una obra de arte (en dos fases) sobre el pandero del ruedo del coso vallisoletano, convertido en el terso soporte sobre el que se bordó el toreo. Pena que no pudieran disfrutarlo quienes no acudieron a la Plaza. Pena de tanta piedra de Campaspero al aire en los tendidos de sol. La ausencia de Morante, sin duda, con la devolución de boletos correspondiente.

Esa ausencia fue cubierta por Diego Urdiales, otro artista tácitamente reconocido. Pésima su suerte en el sorteo. Dos toros imposibles no le permitieron esbozar siquiera su cabal concepto del arte del toreo. Menos mal que los mató con prontitud. Tampoco pudo mostrar Pablo Aguado su concepto del “despacismo” manejando las telas de torear, pero aprovechó las pocas virtudes del tercer toro, protagonizando una galleo por chicuelinas precioso y un quite por este palo cargado de sevillanía. El presidente echó para atrás –precipitadamente- al último Cuvillo de la corrida y el sobrero de Loreto Charro, cornalón y astifino, tuvo mucho que torear, porque había que tragarle a cada paso y en cada pase. Aguado le plantó cara y resolvió más que dignamente la papeleta. Es más, si no falla con la espada el premio hubiera superado a la ovación con que se premio su esfuerzo.

Ah, se me olvidaba: Juan Ortega cortó cuatro orejas y salió en hombros por la Puerta Grande. Sé que estas cosas son muy importantes en la contaduría de los toreros, aunque no para el firmante de estas líneas. Cómo estaría ayer este Ortega que por poco dejo en el tintero el resultado. Ya ven.

Publicado en República

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