Obispo y Oro: Dejadles que vuelvan… 

 

Por Fernando Fernández Román.

He sido, años ha, fumador empecatado. Un gran fumador en la lejanía del tiempo, cuando en este país –y en el mundo, en general—fumaba todo quisque. Podría decir, como Neruda, en sus reflexiones ante la vida: Confieso que he fumado. Ahora bien, confieso, también que, en buena hora, lo he ido dejando, sin terapias ni manosanteros de ocasión, al punto de que no suelo comprar tabaco. Digo suelo, porque ahora estoy poseído por el amorfo cinismo del un si es no es. Fumo, ya digo, por aquello de fumar, por mimetismo, muy de higos a brevas; ahora bien, si alguien me pregunta al respecto, respondo con gesto formal y fingido convencimiento: No fumo. Este pudiera ser el lema que idiotiza una realidad.

El introito, aunque parezca rebuscada la justificación, viene a colación de la vuelta a los ruedos de los toreros. El pasado jueves, ya noche avanzada, dejaba a Morante de la Puebla y a Pepe Luis Vázquez, hijo en el amplio vestíbulo que conduce a la biblioteca del diario ABC. Ambos estaban juntos, pero no revueltos. Aquél, expansivo y decidor, compartiendo tertulias improvisadas, de corrillo en corrillo, echando en falta, probablemente, un puro habano de buen calibre que meterse entre los labios; éste, discretamente apartado del barullo, en taciturno recogimiento, pegadito a la pared y diciendo nó a cigarrillos y copichuelas. Ambos toreaban en apenas 48 horas en la Plaza de Illescas. Ambos ofrecían un semblante y manejaban unas formas de relacionarse con la gente (conocida o no, que de todo había) radicalmente distintas. La felicidad y la preocupación, reunidas en un entorno compartido y vistas desde fuera, pareciéronme una descompensación de estados de ánimo antológica.

La situación invitaba a reflexionar sobre el por qué un torero retirado decide, de pronto, reaparecer. Me quedé contemplando a Pepe Luis durante algunos minutos, escudriñando en su pensamiento. Le pregunté por lo de Illescas, y me pareció percibir una repentina sequedad de boca en su respuesta: Creo que hace días que se acabó el papel.

Entonces recordé aquella breve conversación entre el padre de nuestro Pepe Luis y Marcial Lalanda, a principios del año 1959, cuando –al parecer—el que llamaron Sócrates de San Bernardo le preguntó al que llamaron Joven Maestro: ¿Qué le parece a usted que vuelva a torear?, a lo que el ya muy veterano torero y antes apoderado del propio Pepe Luis, respondió con brutal impertinencia: ¡Hombre, si te han llamado…!

No era éste el caso, desde luego. El caso es que a un torero retirado que todavía se encuentre con capacidad física y mental suficiente para torear, si le hurgan en el cosquilleo que lleva por dentro, en ese todavía reciente pasado de brillos y sones, aclamaciones y sobresaltos, de emociones, al fin… se le ponen chiribitas en los ojos. Aunque no se vean.

Para esta temporada del 17 se anuncian algunas apariciones puntuales, con carácter de fugacidad: Fundi, Liria, Tato, Dávila Miura… Ayer, apareció en Illescas Pepe Luis Vázquez Silva, con la azulina de sus ojos en un rostro aniñado, heredado del padre, y con las evidencias de una dieta de pocos meses, durante los cuales habrá estado en duermevela permanente. Salió y toreó dos toros de José Vázquez, al lado de Morante y Manzanares, con la Plaza a rebosar de público. No pude asistir al festejo, pero me consta que fue una tarde para el recuerdo, con un faenón de Morante y una actuación muy completa de Manzanares, que indultó un toro. Pepe Luis brilló a ráfagas, también con fugacidad, pero salió airoso de la prueba.

Qué difícil es comprender al torero que vuelve. Algunos, pocos la verdad, dicen que lo hacen por dinero. Puede ser; pero puedo asegurar y aseguro que la inmensa mayoría se vuelven a vestir de luces porque no son capaces de vencer esa perentoria necesidad. Fuera de los ruedos, el torero está solo. Rodeado de amigos –los amigotes se fueron–, pero solo. En la soledad del silencio, que es el lenguaje del alma.

Cuando el torero torea, solo pone en juego la vida, que ya es poner; pero cuando después de retirado regresa a los ruedos pone en juego su vida y su nombre, que es una doble apuesta mucho más riesgosa. Y es que el horror al vacío, el drama de vivir el ocaso de sí mismo, día a día, debe ser muy duro para quién tiene imborrable ese pasado efímero de griteríos y ovaciones, de pasiones en las arenas y en los lechos. Debe acelerar cierta neurosis depresiva el hecho de recordar el ser cuando se está en situación de haber sido, algo así como la paranoia reflexiva que retrató Antonio Machado en las coplas a la muerte de don Guido, un mozo muy jaranero/muy galán y algo torero/de viejo gran rezador…

Hay que comprender a los toreros que vuelven a los ruedos. Negarles el cariño puede llegar a ser una crueldad innecesaria, pero sobre todo, una respuesta dramática para ellos. Dejadles saciar su hambre y sed de añoranzas, porque, en realidad, solo quieren sentirse toreros, aunque solo sea de vez en cuando.

Se cuenta que el torero mexicano Rafael Rodríguez, conocido como el Volcán de Aguascalientes, no pudo resistir la calentura que suponía para él el paulatino apagamiento de su feliz trayectoria y decidió vestir de nuevo el traje de luces, enfrentándose en solitario a una muy seria corrida de seis punteños (seis toros de ganadería La Punta). Para investigar las razones de tan peliaguda decisión, la rejoneadora Conchita Cintrón, miró fijamente al torero, y viendo que tenía la soledad escrita en la mirada, concluyó:

–Tiene hambre, y no sabe de qué…

Pero Rafael, respondió:

–Yo sí sé: Tengo sed de toros negros… y tengo hambre de miedo…

Ignoro qué tipo de hambre ha impulsado a nuestro Pepe Luis, a volver a enfundarse el chispeante. Doy por cierto que Morante habrá sido uno de sus más incisivos instigadores, el más eficaz tocador de costados que pueda tener a su lado un artista de su mismo palo. A ver quién se resiste a negarle una sugerencia, que no un capricho, al genio de la Puebla del Río.

El resultado fue poner el cartel de No Hay Billetes, que acudiera al festejo un Premio Nobel y que el público saliera toreando de la bombonera de Illescas. Pelotazo para la empresa. Feliz iniciativa morantista, rápidamente asumida por un empresario joven, con visión de futuro. Ahora, que vengan los que se quedaron en casa a decirles a quienes asistieron a la corrida que fue poco menos que una pantomima. ¡Já!, qué pertinaz y qué cochina es la envidia…

Dejemos que vuelvan los toreros, aunque sea para matar el gusano que les va a corroer las entrañas hasta que se vean barbeando las tablas. No se trata de retomar un vicio pernicioso, como el jodío fumeque, que decía el Juncal de la serie de Jaime de Armiñán, sino de liberarse de una angustia vital, que es más perniciosa todavía. Dejadles que disfruten rememorando, porque, a la vez, nos invitan a rememorar a quienes les vimos en plenitud. Recordar, es revivir. Volver a vivir. ¿Habrá algo más gratificante?

Dejadles que vuelvan, como las golondrinas de Bécquer

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