Opinión: Vida y Muerte 

Ignacio Sánchez Mejías.

Por Antonio Ortín.

A estas alturas uno ha renunciado a debatir con los antitaurinos. No porque no quiera. Si no porque no se puede. Es imposible dialogar con alguien que no está dispuesto a aceptar que tus planteamientos son tan válidos como los suyos aunque no los comparta. Eso, que está en la esencia de la libertad individual, es el primer principio del que desisten quienes abominan de la tauromaquia. Es, al cabo, el maximalismo tan instalado en nuestro ADN que hace tan difícil encontrar lugares comunes. Por eso llegamos con tanta facilidad a nuestro tradicional guerracivilismo.

Y así las cosas, la creciente corriente animalista ha acabado en una expansiva onda ultraproteccionista con los seres vivos que a veces roza el paroxismo. Nadie en su sano juicio acepta la tortura. Pero confundir el toro ‘lanceado’ de Tordesillas con una tanda de naturales en una tarde de inspiración es un contradiós fruto de la ignorancia que puede derivar en que, algún día, alguien acabe pidiendo el fin del ‘exterminio’ de las coquinas asfixiadas al vapor o del ‘fusilamiento’ de los pollos antes de llegar al súper. Hilarante o no, en esos términos están ya algunos.

Lo cierto es que la otra tarde pronunció el pregón taurino de la Feria de Málaga el profesor Antonio Garrido. Conocida su talla intelectual, centró su alocución en pedir «respeto» a quienes vivimos la tauromaquia como expresión cultural de la raíz hispánica. Mal asunto ese de que acabemos reclamando sólo que no nos llamen asesinos por ir a la plaza. Que tengamos que implorar que nos dejen ir en paz. Sobre todo, porque yo no voy a una tarde de abono a ver sufrir. Lo que me hace vibrar cuando estoy en el tendido es un ritual; una lógica ancestral que Juan Belmonte, que se codeaba con intelectuales y no con matarifes ni sicarios, sintetizó en su ‘parar, mandar y templar’, metáfora precisa de la misma vida y sus desafíos.

Lo que se ve a partir de ese momento, de esa parada en el capote, es una narrativa honda que, a través de la lidia, mide y equilibra las fuerzas y las destrezas del hombre y el toro. Y que deriva, claro, en la muerte. Es la metafísica de sangre y arena, del miedo y la valentía, que está en ‘Muerte en la tarde’ de Hemingway. O en ‘Fiesta’. La misma que recorre e inspira los faunos de Picasso, o la retórica de las crónicas taurinas de Azorín y de los textos del Cossío. El mismo drama, en suma, que encierran el ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’ de Lorca, o cualquiera de los versos y sonetos que José Tomás o Antoñete han inspirado, por ejemplo, a Joaquín Sabina.

Porque claro que es una cuestión de vida y muerte. Y de liturgia y cultura. Y eso hay que intentar entenderlo. Y si no, simplemente no ir a la plaza.

Publicado en Diario Sur 

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