Por Fernando Fernández Román.
Hay tardes que se aploman, como los toros cansinos y cansados. Tardes de sol y cielos de raso, como las taleguillas color purísima de los toreros, que invitan al éxtasis contemplativo del infinito, a no ser que en el ruedo ocurra algo realmente extraordinario. En tardes así, tan excelentemente preparadas para el acomodo del placebo, la laxitud va ganado espacio al compromiso adquirido por quienes se sientan en los graderíos de la Plaza –la atención a la lidia–, y a la obligación ética y estética de quienes son protagonistas racionales principales de la misma, los toreros. Incluso los toros, pueden sentirse galvanizados por este ambiente y trocar su condición de luchadores infatigables por una extraña galbana que les distrae y atenaza.
Tal ocurría ayer en Madrid durante la lidia de los cuatro primeros toros de la decimoctava corrida de la feria de San Isidro. Conforme iban consumándose las intervenciones de toros y toreros, la tarde se aplomaba más y más, convirtiéndose en un sofrito vago y monocorde en la sartén de Las Ventas, del que se solo quedaba el borbolleo apagado de miles de conversaciones a la vez. Es un rumor opaco que denota abstracción o conformismo, vaya usted a saber, un run-run bajo de volumen que solo rompe, de cuando en vez, el ¡bieeeeenn!… estentóreo que brota de la boca de un burladero. Los subalternos — consuetas permanentes de los festejos taurinos– suelen oficiar de despertador oportuno en las tardes que se aploman. Tengo el convencimiento que, merced a ellos, muchas veces los toreros consiguen atraer para sí la atención del público.
Torear para un murmullo de conversación debe ser, cuando menos, frustrante. Menos mal que David Mora abrió Plaza y pilló al personal en modo atento, lo cual permitió que se apreciaran los lances de buena compostura con que saludó al primer alcurrucén de la corrida, y los dos soberbios pares de banderillas que clavó Ángel Otero, y, también, el garboso comienzo de faena de su jefe de fila, andándole al toro con tanto desparpajo como torería. A partir de ahí, comenzó el aplomamiento general, porque Mora se lio a darle pases por uno y otro pitón a un toro recrecido en su poder, pero que tomaba por arriba las telas de torear. El amodorramiento de la gente comenzaba a ser preocupante cuando David se entregó en la estocada y fue zarandeado por el toro, por fortuna sin graves consecuencias. Y es que últimamente, no ganamos para sustos. De nuevo fue trompicado en el pecho al segundo intento, pero clavó la espada, antes de descabellar hasta cuatro veces, sonó un aviso y el ambiente regresó a su estado de charleta por lo bajini o al desenfreno táctil sobre la pantalla de los teléfonos móviles. El segundo toro pareció más enrazado y Paco Ureña lo toreó de capa aceptablemente, sin más. Cuando toreas aceptablemente, malo. Los aplausos son de cortesía, y en esta Fiesta, la cortesía se guarda para los prolegómenos. Durante la lidia, o te ensalzan con oles atronadores o te sentencian con un silencio enterrador. El toro de Alcurrucén acudía… cuando le llamaban a la distancia precisa, ni antes ni después. Durante la ejecución de los pases, Ureña se esforzaba –a veces se forzaba—por meterle en la bamba de la muleta, pero la codicia del toro podía más que la voluntad del torero. El cornúpeta acabó por distraerse de la pelea y murió de media ladeada y un bajonazo. Otro aviso. Otra vez el borbolleo monocorde del sofrito. El tercero de la corrida llamó la atención por su pelaje negro listón berrendo, discretamente alunarado y calcetero. Estrecho de sienes, era la rediviva estampa de los mejores “núñez” de Rincón. Solo se empleó con poder en la primera vara y esperó en banderillas. A pesar de la buena brega capotera de Rafael González, llegó al último tercio sin celo, desentendiéndose de cuanto le rodeaba en el ruedo, que no era sino una muleta que parecía tomarla como se toman los comprimidos de analgésicos, por prescripción facultativa, y muchacho toledano llamado Álvaro Lorenzo, con ganas de ser gente en este mundo del toro. Del toro bravo, se entiende, porque el de Alcurrucén se pasó la lidia mirando al tendido, como las vacas miran al tren, o como hacían los toreros epígonos de Manolete en los 40, solo que el animal parecía que miraba a Las Batuecas. Lorenzo lo apioló de una estocada en el lomo, y santas pascuas. Sopor general. La corrida había entrado en barrena.
Y así siguió en el comienzo de su segunda parte, con David Mora arrebatado por dentro, pero poco resolutivo por fuera. El toro de Alcurrucén pareció mermado de facultades, pero tuvo fijeza, y cuando metía la cara –bien que tardeando– lo hacía humillado y con nobleza, como demostró cuando le jugó muy bien los brazos en la brega Ángel Otero. De nuevo David se puso a dar pases sobre ambas manos sin que se librara de la general indiferencia. Debe ser demoledor torear para un cónclave de miles de personas (casi veintitrés mil) que están en otra onda.
De esa espiral se salió durante la actuación de Paco Ureña en el quinto de la tarde, pero el público tardó en concentrarse una barbaridad. Fue un toro alto y ensillado, corniapretado, de 603 kilos de peso, que salió abanto y se fue raudo al caballo de Pedro Iturralde, en tareas de reserva. Pedro le dio para el pelo y también le zurró lo suyo Óscar Bernal, en su turno oficial. Fue otro toro fisgón, distraído, olisqueador de ambientes cuando salía de los muletazos, pero obediente al toque, sin tirar una mala cornada. Digamos que fue muy asequible para un torero como Paco Ureña, que se despatarra y cimbrea cuando torea de muleta y, en ocasiones, logra arrebatar al graderío. Ayer, solo en momentos puntuales lo logró, pero justo es reconocer que, en algunas fases de esta segunda faena dibujó verdaderos carteles de toros. Acertó a meter la espada después de un pinchazo y el personal despertó de su letargo, agitando pañuelos en demanda de la oreja, tenazmente perseguida por el murciano. La vuelta al ruedo fue lenta, paladeando el torero su triunfo. Fue el único momento de la tarde en que el público de Madrid se metió en la corrida, y también un espejismo; en seguida volvió al aislamiento, a sus intimidades discretamente confesadas al vecino de localidad. Al cuchicheo y a la verborragia.
Así ocurrió durante la lidia del último de la tarde, un toro de Alcurrucén viejo (casi 6 años) y barrigudo, que frenó ante los capotes y arrolló de mala manera al peón Victor Manuel Martínez, sin mayores consecuencias. Otro toro sin fijeza, que embistió rebrincado y repitiendo, condiciones no suficientes para eliminar el borbollero de miles de conversaciones. Toreo deslucido, con donde el que Álvaro Lorenzo cubrió el expediente con dignidad. Estocada hábil, y hasta el próximo miércoles.
Torear sobre un fondo de conversación debe ser tan molesto –y tan cruel—como palabrear en un cuarto de flamenco cuando el cantaor se desgañita y el tocaor se desconcentra. Don Antonio Chacón, genial intérprete de todos los palos del flamenco, solía preguntar a los asistentes a esas fiestas privadas de bien comer y buena bolsa: ¿Los señores saben escuchar? Pues eso.
Publicado en República