
Por Fernando Fernández Román.
Leo que vuelve el Cordobés, Manolo Díaz, o El Cordobés Chico, como le llamaba Zabala, padre. Vuelve después de que, va para dos años, se apartara de los ruedos para operarse de una vieja lesión de cadera que le mermaba sensiblemente las facultades físicas para desempeñar su función frente al toro, o sea, torear. Torear como siempre le dictó su transmisión genética o su innata condición de autodidacta: en “modo Cordobés”. Y no tomen esta titulación –por demás, gratuita—como epíteto peyorativo, porque yo le he visto manejar el capote a la verónica, cuando novillero, con una enjundia que muchos de los denominados “estilistas” para sí quisieran. Y con la muleta, cuando el toro lo ha permitido, embarcar la embestida con serenidad y templanza. Pero, a qué engañarnos, las mayores virtudes del menú taurino que ofrece este torero no están en la macicez y jugosidad de la carne del entrecot, sino en la guarnición que le acompaña: el desparpajo y la simpatía. He tenido la fortuna de compartir con él algunos programas de televisión en Hispanoamérica y les aseguro que posee ese punto de conexión con el público que imanta, subyuga y encanta. Se adueña de quienes le contemplan con su capacidad de repentizar o improvisar en una fracción de segundo. Es la viva estampa del showman en permanente actuación, lo mismo en el plató ante las cámaras que en el palenque del ruedo, frente el toro. Y estas cosas adicionales también cotizan, y mucho.
Creo recordar que cuando anunció el abandono de la profesión por los motivos expuestos, se entendió que se iba para no volver. Entendible… para cualquier ser humano que no sea torero, porque, si lo es, hay que contar con la bala que siempre guardan en la recámara de los vestidos de torear. Es un compartimento estanco que los sastres de toreros prevén en el forro lateral de la casaquilla, que ni se ve ni se nota cuando se torea, pero se busca –y se encuentra—cuando ya inactivo, ocioso y aburrido, el torero abre la puerta del armario y contempla con gesto amustiado sus centelleantes uniformes de campaña. Los atusa por los hombrillos, acaricia las muletillas y juega al escondite entre sus dedos con los machos de la taleguilla, mientras los va identificando en silencio: el verde botella de aquél triunfo en Madrid, el rosa palo del zambombazo en Sevilla, el azabache de Bilbao, el de la presentación en México, en Quito, en Lima… ¡qué bonitos, todos! Sobre todo estos dos, de la última temporada, que tienen pocas “puestas”. De pronto, mete la mano en el blanco y oro de la alternativa y, ¡zas! ahí está lo que buscaba: la bala del retorno o del arrepentimiento. No hay torero que no la haya buscado –algunos acuciados por la situación de su cuenta corriente, que también cuenta–, y si no la utiliza cuando la tiene a mano es porque el rubor acaba de entrar en lucha feroz con la ansiedad. “¿Cómo digo ahora que regreso, después de anunciar el adiós con tanta solemnidad?”, debe pensar el torero; pero la inmensa mayoría, acaban sucumbiendo. Les puede el “tirón” de los vestidos, el ramalazo fulgurante, puramente emocional, que les aboca a pronunciar la frase clave, la que resuelve la tenebrosa encrucijada en que se encuentra: “¡Al cuerno el retiro!”. Y vuelven al cuerno.
Parece un contrasentido, pero no lo es porque siempre habrá argumentos que justifiquen la decisión tomada, si es que hay algo que justificar. En el caso que nos ocupa, los nuevos apoderados de Manuel Díaz dicen que es una buena nueva, una gran noticia su regreso a los ruedos, porque se ha recuperado a un torero con “tirón” taquillero. Perdonen, pero habrá que explicar a beneficio de quién o de cuál se adjudica tal bondad. Y, por supuesto, demostrar con datos contrastados la veracidad de la gran noticia, además de significar cuándo y dónde se van a producir los acontecimientos anunciados. En esta Fiesta nuestra, en esta Tauromaquia tan acosada y desprotegida, nos necesitamos todos. Sobran las justificaciones.
Creo haber relatado en alguna ocasión –perdón, si así fuere– la inteligente respuesta de Pepe Dominguín, ya en edad muy avanzada, cuando alguien –¿quizá yo mismo?– le presentó como torero retirado o extorero, que es peor: “Yo no estoy retirado, sigo en activo”, y ante el estupor de tan contundente afirmación, subrayó: “¡Lo que pasa es que no me contratan!” A eso se le podría llamar “torería dialéctica”, de la que, lamentablemente, también estamos bien escasos.
Creo que los toreros no deben anunciar públicamente su retirada de los ruedos de forma tan rotunda, con tanta pompa y boato, ni tampoco hacer una tourné de galas por los escenarios del mundo, en plan “bolo final” o “bingo especial” para desdecirse al poco tiempo y estar de nuevo en traje de faena, dispuesto a entrar en liza con el toro y con los compañeros que le brindaron toros con sinceras palabras de admiración. Los toreros tienen derecho a descansar, pero no dejan de serlo jamás. No digan que lo dejan, digan que se apartan, como hizo Talavante en Zaragoza. Eso también es torería.
Le deseo suerte a este Cordobés del siglo XXI, a quien por las circunstancias, virtudes y características expuestas profeso un sincero afecto. Veremos en qué para esto del “tirón” y si la bala de su retorno es de plomo macizo o de fogueo. En cualquier caso, su carácter jovial y el carisma que posee para ganar adeptos, es envidiable. Otros, ni eso.
Publicado en República