
La tarde se presentó como la cita a una Fiesta. Con mayúsculas. La Fiesta Nacional, que durante tantos años fue reconocida como la de los toros, ha sido absorbida en su titulación por la del Día de la Hispanidad, fechada en el 12 de octubre. Fiesta, pues por todo lo alto. Por la mañana, desfiles militares, homenaje a la bandera que algunos desprecian, recuerdo a nuestros soldados que otros olvidan y glamour político en recepciones con bouquet de confidencias en corrillos y trastiendas. Madrid, se veía radiante en esta Fiesta de la Hispanidad. Y por la tarde, a los toros, la Fiesta por excelencia. Cartelazo en Las Ventas. Si preguntan quién torea, algún miembro de ese apostolado reciente que responde al título de Morantismo, dirá: Morante y… dos más. Que empiece la Fiesta, pues.
Entro al patio del desolladero –qué palabra más horrenda—y tengo la impresión de hallarme en el ambigú de aquellos cafés cantantes del siglo XIX y principios del XX, trasdosados con la Puerta del Sol de Madrid y esparcidos en derredor de la plaza de Santa Ana, donde don Antonio Chacón sentaba cátedra con su prodigiosa garganta, a sabiendas de que no tenía rival, ya que Manuel Torre era esquivo a la Corte y pululaba por Sevilla, Jerez y los Puertos, a lomos de su pollino y escoltado por dos galgos de collera. Ayer, Las Ventas parecióme más que nunca una venta de fiesta flamenca, como las que abundaban por esos arrabales del caz Abroñigal, antes de convertirse en plaza de toros. Ayer, Morante de la Puebla tenía la “obligación” de ratificar el máximo rango que ya le acredita como torero de toda una época. Y para ratificarlo, para dar mayor unción al toreo y al cante flamenco, los ganaderos de Alcurrucén tuvieron el buen gusto de ponerle al primer toro de la tarde el premonitorio nombre de Guitarra. Una guitarra algo desafinada, porque entraba demasiadas veces fuera de compás y no permitía a Morante explayarse con su prodigiosa voz en los primeros capotazos de tanteo… hasta que el torero le cogió el aire a la destemplanza del cornúpeta y, de pronto, se paró, endilgando cuatro verónicas y media portentosas, de las que llegan al alma. La Plaza estalló de júbilo; más aún, cuando José Antonio volvió a mecer la capa en unos lances suaves y ceñidos que remató con el arabesco de media verónica impecable. El alcurrucén, sin embargo, no dio una sola embestida por derecho. Cambiaba el ritmo del galope, se frenaba y echaba los pitones por encima del estaquillador de la muleta. Morante, en cambio, se crecía en su cante grande, cada vez más grande, sin mover un músculo, trayendo y llevando al toro, como se llevan los tercios de los cantes flamencos cincelados en las fraguas o moldeados en los alfares de la Triana vieja. ¡Qué difícil es cantar a compás cuando la guitarra se olvida del “tono”! No para Morante; al menos, no ayer tarde, porque dio la impresión de dominar –subyugar– a los toros con el hechizo de su arte. Más difícil todavía. Remató su faena con una estocada chispa desprendida. Oreja de difícil discusión… salvo para los indoctos o los que practican el desconcertante ejercicio de “estar a favor de estar en contra”.
Así empezó la Fiesta del Día de la Hispanidad: con buen cante y mejor ambiente. Algunos daban por bien empleado el dinero de la entrada. “Estoy por irme”, decía un morantista empedernido después de ver sonriente a su ídolo paseando el premio concedido. Lo decía con la boca pequeña. Con Morante en el ruedo, éste no se va ni que le echen agua hirviendo. Aunque viendo lo que sucedió inmediatamente después, puede que razones no le faltaren. El segundo toro –único cuatreño del lote de los Lozano—fue un pájaro de cuentas que por poco se come en el suelo a López Simón a poco de comenzar la faena, un toro de incierta embestida, que no permitió al torero el mínimo atisbo de lucimiento. Para colmo, Ginés Marín no encontró la tecla adecuada para cantar por derecho en el colorado que se jugó en tercer lugar, que se vino abajo sorprendentemente tras el comienzo de faena de rodillas, arrodillándose más aún el animal que el torero. Dio la impresión de ser un toro de buen son, a de los que “te dejan la cama hecha”, como decían los buenos cantaores de los buenos guitarristas. Para mí que Ginés no supo sintonizar con el de Alcurrucén, en un comienzo de faena de rodillas –donde los muletazos deben ser más cortos, por cuestiones físicas, y más destemplados, por cuestiones químicas–. El caso de Morante con el cuarto, en cambio, no tiene más cuestión que reconocer y agradecer los intentos del torero por canalizar la “no” embestida del toro. Y punto. Tampoco López Simón estaba para hacer esfuerzos con un toro desabrido que buscaba lopezsimones por todas partes, por fortuna, esta vez, sin encontrarlo. Eso sí, Alberto manejó la espada con tanta precisión como contundencia. Dos espadazos cuasi perfectos, uno por toro, le confieren la categoría de gran estoqueador. Para entendernos: como si un cantaor entona a la perfección los difíciles verdiales finales de una malagueña. Y en esto, salió el sexto toro de la corrida.
Por buen nombre Secretario, negro listón, girón y axiblanco, ensillado de lomo y acucharado de cuerna. Precioso toro, muy el “Núñez”, por línea de “Rincón”. Un toro encastado, noble y codicioso, que peleó en varas y fue magistralmente lidiado por Rafael Viotti. Una guitarra ideal para formar un alboroto de cante grande. Para eso estaba allí Ginés Marín, para vindicarse como cantaor de primer nivel, para proclamarse dominador de los palos más valorados del arte del toreo: el del pase natural en redondo o con la mano izquierda. Faena cumbre la de este rubiales que ya sabe lo que es poner de acuerdo al público de Madrid en otras ocasiones; pero no tanto como la de ayer. Ayer, Marín levantó al público de sus asientos y puso la plaza boca abajo. ¡Qué forma de torear al natural! ¡Qué sutileza en los cites! ¡Que templanza desmayada en el trazado de las suertes! Echaba Ginés los flecos de la muleta al hocico del toro –“dándole de comer”—y se lo traía hacía sí, con un embroque ceñido, hasta más allá de la cadera. Está claro que para torear así, tan abandonado, tan apasionado en la obra, el material tiene que ser de primerísima calidad. Así fue este Secretario de Alcurrucén, que murió con la boca cerrada y una estocada en las péndolas. Dos orejas y Puerta Grande en tarde de Fiesta Grande y de Cante Grande. Una tarde de toros en la que brilló Guillermo Marín con la puya y, otra vez, José Chacón con capa y banderillas. Una tarde que fue cambiando el éxtasis por la angustia y la atonía, para acabar envuelta en la apoteosis de un torero que bordó el toreo.
La tarde que acabó siendo de Morante… y uno menos: Ginés Marín.
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