Obispo y Oro: Una de “buenos” y “malos”Fernando Fernández Román.

Ayer, en la plaza de toros de Madrid, la pasión hizo estragos en los tendidos. Y, créanme, daba gusto verlo. Sin pasión, todo en esta vida es menos cierto, menos embriagador, menos vida. En la fiesta de los toros, por ejemplo, si no te apasiona algo o alguien, corres el riesgo de abrir la puerta a la modorra, al amaneramiento, a lo insustancial. A la pasión se llega por dos caminos: el horrísono del inconformismo radical y el gratificante de la vehemencia embelesada. Ayer, la pasión estalló en Las Ventas durante la faena de Roca Rey al quinto toro de la tarde, como pocas veces se ha visto; por tanto, puede decirse que estamos ante un caso histórico de explosión de pasiones de signo contrario, una especie de guerracivilismo en modo taurino, de “buenos” contra “malos” (aficionados). La cuestión está en descifrar quiénes son cada cual, en qué reside su capacidad operativa, dónde se ubica la aguerrida soldadesca que litiga en el conflicto y a cuánto asciende el número de combatientes; la cuenta de la vieja no deja lugar a dudas: a la vista de lo ocurrido recién pasadas las ocho y media de la tardenoche de ayer, los que se posicionaron del lado de Rey ganaron por escandalosa goleada a sus detractores, esto es, a los que trataron de sabotear su obra. Así, pues, los que proclamaron lealtad, admiración y vasallaje al apellidado Rey se impusieron con meridiana claridad a quienes negaron sumisión a su reinado.

Descripción de los hechos:

En la Plaza estaba –emplazado— un toro de Fuente Ymbro, de nombre Escribiente, número 195 de camada, negro listón de pelo, al que faltaban solo dos kilos para alcanzar el 600 y algo más de tres meses para que le llegara el matarile en el matadero. Había acudido incierto a los capotes, saliendo desentendido del castigo en la suerte de varas, motivo por el cual, hubo de emplearse a fondo Javier Ambel en las tareas de brega. Toro difícil de domeñar, mansueto y listillo, cuya brutez se puso de manifiesto en el inicio de faena por su oleada descompuesta al primer cite de Roca Rey, atacando con todo y quitándole de un cuernazo la muleta de la mano. Era el aviso de que nada iba a ser fácil para el peruano ante aquél toro de reacciones bravuconas e intempestivas, tras las cuales buscaba afanosamente lugares de refugio en los terrenos umbríos de tablas. Sin embargo, el joven torero no podía desistir de intentar domeñar lo que parecía indomeñable. Las figuras del toreo, cuando lo son, de verdad, deben demostrarlo en situaciones límite, como la que se presentaba ayer, en este día y a esta hora. Por consiguiente, no había más remedio que armarse de valor y demostrar a este toro avisado y mostrenco quién mandaba en el ruedo. Para ello, plantó sus reales zapatillas en la arena, se enfrontiló con el dicho Escribiente y le fue dictando cómo y cuándo se obliga a un ente irracional que tiende a la huida a tomar una muleta roja sujetada por un palillo y manejada por una figura juncal, de flequillo revuelto, rostro aniñado y corazón de hielo.

Poco a poco, verso a verso, Andrés Roca Rey fue componiendo su propia Araucana, a base de jugarse la vida en cada trance, ora arrastrando la tela con muletazos en redondo-redondísimos, ora con naturales largos y ceñidos, todos ellos sellados con pases de pecho largos y hondos a la vez, epílogos parciales de la faena que levantaba al público de los asientos. Pasión al rojo vivo de la parte de acá, la abrumadoramente más numerosa. Y, en seguida, cuando aún quedaba en el ambiente el murmullo del clamoreo, las palmas secas, de protesta, por parte de la mayoritaria minoría, que hacía ostentosa demostración de su desacuerdo. Están en su derecho, faltaría más; pero, la pregunta es: ¿Contra qué protestan? ¿Acaso no ven que el toro es un manso que quiere disimular su cobardía con bravuconadas intempestivas? ¿No es palpable el riesgo que corre el torero en cada pase? ¿No se debe rendir pleitesía a quien ha conseguido someter tal caudal de intemperancia? Estas preguntas solo tienen una respuesta: Protestan el triunfo del valiente, máxime si el valiente se llama Andrés, es máxima figura del toreo y es peruano. No les gusta la evidencia de lo que está sucediendo en el ruedo (el valiente es el Rey, el cobarde es el toro). Monarquismo, no; autogobierno, sí. Eso podría ser el rescoldo que dejaron ayer las fuerzas del “bien” y del “mal” en la Plaza de Las Ventas, después de la epopeya protagonizada por Roca Rey. No solo por la lección de dominio –puro sortilegio– que impartió, sino por haber encendido el fuego de la pasión en la Plaza de Toros que, dicen, es la más importante del mundo. Para goce de los disidentes, Roca Rey pinchó dos veces antes de la estocada que provocó la muerte fulminante de su antagonista. Le enviaron un aviso y se dividieron los sentimientos, unos maldiciendo la fatalidad del acero topando con el hueso, y otros respirando hondamente tras el fallo. Ya había presentado credenciales Roca en el segundo de la corrida, un toro tremendo de presencia, alto de cruz, badanudo, con dos agujas de hacer punto por pitones. Fue el único que empujó en varas metiendo los riñones, al tiempo que Sergio Molina le metía dos puyazos magníficos. El quite de Roca, por chicuelinas, fue espeluznante por su angostura, y lo hizo poco antes de que Javier Ambel colocara dos pares de banderillas espléndidos. Andrés, muy molestado por el viento, hizo el poste en los estatuarios liminares de la faena; pero cuando parecía que empezaban a acoplarse ambos contendientes, el fuenteymbro se vino abajo, remoloneando, hasta que se paró. Roca Rey, ahora sí, lo puso en el tiro de mulas de una estocada de efectos fulminantes. ¡Ay, si la llega a pegar en el quinto de la tarde!…

Por lo demás, a Urdiales le correspondieron dos toros sencillamente inservibles para el arte del toreo. Y como Diego es un artista contrastado, pero no se da coba ante el infortunio, tras alguna que otra probatura, se los quitó de en medio, aunque con escasa fortuna, porque en el primero se le fue la mano en un metisaca, y en el cuarto, acabó de pinchazo feo, estocada y descabello.

La tarde se había iniciado con algo de viento y una ovación grande a Ginés Marín, por su vuelta a la liza de la lidia, tras nueve días de convalecencia, y a fe que el torero puso el mayor empeño en devolver tan caluroso como cariñoso recibimiento; pero no está curado. Toreó con los puntos de sutura bajo la taleguilla y su ánimo pareció intacto. Su primer toro, un castaño oscuro que salió abanto y flojeó ostensiblemente, levantando justas protestas, parecía aquerenciado en el burladero del 10 y el 1, en cuyo callejón estaba el ganadero, Ricardo Gallardo. Cuatro veces asomó la gaita por encima de las tablas, como diciendo, “¿qué pasa, jefe?”, “hoy pintan bastos”. Y, en efecto, su juego de inválido, invalidó a su vez el esfuerzo de Marín. Dejó casi sin castigo en varas al sexto, por si acaso se le ocurría romper a embestir en el tercio final; pero, nastris. Algunas embestidas acarreadas por la movilidad, más que la bravura, y pare usted de contar. No obstante, anotamos algunos muletazos en redondo que fueron jaleados, dentro de una faena demasiado dilatada, por lo que tras la estocada final, escuchó un aviso.

Y aquí pongo el The End de la película de “buenos” y “malos” estrenada ayer en Madrid. ¿Quién es quién? Esta es la cuestión…

Publicado en República

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