Obispo y Oro: Los que “están de vuelta” y la soledad Por Fernando Fernández Román.

Tengo para mí que eso de meterse a torero es un rapto de locura, una abducción progresiva y seductora que se manifiesta en los seres humanos en el lapso de su tiempo de vida más vulnerable: el de la adolescencia. Es la edad en que prevalece lo onírico sobre lo palpable, la fantasía sobre la realidad, lo etéreo sobre lo telúrico. Cuando jóvenes, todos hemos soñado, despiertos o en duermevela, con el triunfo y la gloria, con llegar a ser “como ése o ésa”, generalmente alguien que ha llegado al máximo triunfo en cualquier disciplina, trabajo u ocupación. En el caso del torero, la cosa es mucho más ardua. Enfrentarse al toro –lo he dicho en alguna ocasión—no es más que una aventura en soledad, con el riesgo inherente que ello conlleva. Los toreros, aunque no se lo crean, son seres condenados a convivir con la soledad. La soledad del torero en las horas previas a la corrida, es terrible. Manuel Chaves Nogales en su fantástica biografía novelada de Juan Belmonte asegura a que “el día que se torea crece más la barba. Es el miedo, sencillamente, el miedo”. La soledad es el burladero en que se abroquela el miedo del torero, hasta que se encuentra a solas con el toro en los medios del ruedo, que es la más completa de las soledades. En ese momento, nadie puede echarle un capote. Todo habrá de fiarlo a su valor, su arte, su destreza… y su suerte. Hay otras soledades en que se refugia el torero después de la corrida: las que se encierran en el habitáculo del coche de cuadrillas cuando regresa al hotel o en carretera, de noche, en tarde de fracaso; pero la más dura de las soledades del torero es aquella en se ve encriptado después de haberla elegido voluntariamente: la que se presenta, amorfa y anodina, cuando ha decidido retirarse de los ruedos. No me cabe duda de que, al día siguiente de tomar tan sublime decisión, habrá empezado no el descanso proclamado, sino el arrepentimiento presentido. Así, creo, se debate el torero retirado en cuanto pasa de héroe luminoso y popular a la grisura civil del anonimato. Un debate cada vez más agitado con ese oxímoron que considera a la soledad como una indeseable y permanente compañera, aquella que propicia los soliloquios del torero cuando empieza a ser consciente de lo que acaba de dejar atrás. Un constante examen de conciencia que, en muchas ocasiones, acaba –en el culmen del abatimiento—con el anuncio de su regreso a los ruedos.

Dos toreros importantes de la, digamos, antepenúltima generación ya hace tiempo que anunciaron su vuelta a la actividad taurina: Sebastián Castella y Manuel Jesús, El Cid. Podría decirse, por tanto, que ambos “están de vuelta”, preparándose para entrar en liza de inmediato. Hoy mismo, 7 de enero, Castella vuelve a vestirse de luces para actuar en el coso colombiano de Manizales y estoquear en solitario seis toros de los hierros más importantes del país. El torero francés es una figura indiscutible. Joven aún, está fuerte y le rebulle en el cuerpo el veneno del toreo. “¿Qué pinto yo aquí?”, dicen que se preguntó sentado en el tendido de una plaza de toros. Tiene razón. Cuando se tienen unas condiciones extraordinarias para realizar el arte del toreo y el cuerpo en plenas condiciones físicas –cumplirá 40 años el último día de este mes–, vagabundear por la vida fingiendo desinterés por enfrentarse al toro parece un desperdicio injustificado. Algo más talludo es El Cid; pero parece estar en plena forma, así que regresa –digo yo– porque entiende que aún le quedan algunas páginas por escribir en su dilatada y exitosa andadura por los ruedos. Puede que existan otras prioridades de índole estrictamente personal, pero no son de mi incumbencia. Vuelven, y punto. Cada cual con su soledad a cuestas y con su mochila repleta de íntimos conflictos.

Tengo por cierto que los toreros que vuelven a torear han tenido que superar el desagradable trance de desdecirse de la decisión tomada. Justificar el hecho de trocar el Digo por el Diego del refrán no debe ser fácil. Les debe abrumar la situación de aparecer ante la gente de ahí fuera como unos “malqueda”; pero a ver quién puede aguantar la plomiza pesadez del ocio consuetudinario cuando ven a los que no hace nada eran sus compañeros de cartel haciendo lo que mejor saben hacer: torear. Déjenme contarles una anécdota:

En cierta ocasión, tratando de identificar a uno de los integrantes de una tertulia taurina de invierno, en el programa Clarín, de Radio Nacional de España, y comoquiera que se me ocurriera presentarlo como “ex-torero”, me corrigió:”Perdón, yo no estoy retirado; lo que ocurre es que no me contratan…” El torero en cuestión, entonces septuagenario de largo, era Pepe Dominguín. Tenía toda la razón.

Conozco a muchos toreros que ya no aparecen en los carteles y siguen entrenando, a la espera de que alguien les contrate, cosa que, probablemente, no sucederá; pero mantienen viva la llama de la esperanza, encendido el pabilo de la ilusión. Van a los toros de paisano y algunos –muchos– sufren, dándole vueltas a la cabeza cuando ven embestir a un toro por derecho y la muleta no es la suya. Varios de estos toreros me han comentado que ellos no saben hacer otra cosa en el mundo, más que torear; por eso mismo se comprende que envidien la suerte del que está allá abajo y no se conforman con su soledad. No es nada nuevo. Hace cuatrocientos años, Félix Lope de Vega, el llamado Fénix de los Ingenios, lo había descubierto, cuando escribió: Con esta envidia que digo/y lo que paso en silencio/a mis soledades voy/de mis soledades vengo.

Sebastián Castella torea hoy en Manizales. Torea de nuevo. Estrena ilusión. Han sido tres años de ausencia, pandemia incluida. El Cid, se retiró un año antes y toreará cuando las circunstancias sean propicias, pero toreará, porque debe considerar que es más difícil vencer los embates de un toro de Victorino que doblegar a la nada de cada día. Sería curioso averiguar qué opinan estos dos diestros que fueron y vuelven de sus respectivas soledades.

Puede que entrambos entablaran el diálogo que escribiera la pluma magistral de Benito Pérez Galdós en su obra El Abuelo entre el venerable conde don Rodrigo de Arista, aristócrata arruinado, y su viejo amigo Pio Coronado, tutor de sus nietas, un maestroescuela abandonado y maltratado por sus hijas. A cuenta de lo penoso de sus respectivas soledades, Pio le sentencia al conde: A mí me va a hablar usted de soledad, señor conde, que voy por el tercer perro enterrado…

A perro por año, Castella y El Cid, también llevan tres. Tres soledades enterradas. Ahora, a esperar que la suerte les venga de cara. Al fin y al cabo, la vuelta al ruedo no deja de ser un premio.

Publicado en República

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