Obispo y Oro: El “temporadón” de Victorino.

Por Fernando Fernández Román.

A la vista del cariz que, en cuestión de materia prima, el toro, está tomando esta temporada taurina, Victorino (Martín García) se lleva la palma. “Temporadón”, el suyo. Mira que soy refractario a dejarme influir por la estadística –los números, a secas, siempre me dieron repelús–, pero es que, orejas cortadas aparte, desde Olivenza a Alicante, lo suyo es para tirarle la gorra, que es el aditamento tradicional de la gente del campo. Quitando lo de la mixta oliventina –festejo raro, en plan experimental–, y el lunar de Valencia –dicen que la debilidad de patas y pezuñas fue causada por la dureza del suelo de los corrales– el resto de las corridas que lleva lidiadas en esta temporada del año 23, con algunas inevitables oscilaciones, los triunfos rotundos en Castellón, Arles, Sevilla, Madrid, Algeciras y Alicante, se han sucedido sin solución de continuidad.

Hay que tener en cuenta, que el triunfo del ganadero depende, y mucho, de la actuación del torero. Hay toros de bandera que “se les van” a quienes los torean, y viceversa, toros reservones y malévolos con los que triunfan toreros de una pieza. Por eso, los ganaderos siempre cabalgan sobre el filo de una navaja cabritera que está hecha del picador que pica, el banderillero que brega y banderillea y el matador que mata. Si alguno de estos componentes –o todos ellos– fallan, el fracaso llega, principalmente, para el torero; pero sus consecuencias también pueden afectar el prestigio del ganadero.

La corrida de Valencia, ciertamente, fue un fiasco; pero a este fracaso ganadero sucedieron de inmediato unos triunfos enormes e incontestables que tienen su punto de referencia en Sevilla Y Madrid. ¡Madre de Dios, que corridones de toros, ambos! He llegado a creer que se pueden titular “las Bufandas de Victorino”, porque fueron sendos tapabocas para uso y disfrute de agoreros y enterradores. Ahora bien, aún “queda mucha plancha”, de aquí a finales de octubre. Y a Colombia (a Cali, concretamente), por lo visto, no viajan este año los “victorinos”.

La característica principal del toro de lidia no es su tipología, ni su bravura o mansedumbre puntual, sino lo insondable –por impredecible—que con él resulta el vaticinio de su comportamiento en el ruedo. El toro es, por fortuna, un misterio con cuernos. Nadie sabe lo que lleva dentro el toro de una ganadería brava, lo que guarda bajo la piel de curtir en que se enraíza un pelo más o menos ensortijado. Puede uno apoyarse en “los libros” que muestran cómo fue de buena la madre en el tentadero y la excelencia del semental que le inyectó su semen; pero, a tiro fijo, el pronóstico no deja de ser una temeridad. Los toros, como las personas, cambian de carácter por decisión propia o por la influencia de agentes externos incontrolables. Son seres vivos, a quienes afectan situaciones imprevistas, y durante las corridas de toros pueden ocurrir hechos fortuitos, impensables, irreconocibles, etcétera. .

Por eso llama tanto la atención el “temporadón” de Victorino, el ganadero que cría toros de una irascibilidad proverbial y fantástica que, a veces –este año muy a menudo—derraman casta brava, fijeza y nobleza para regalar. Lleva nueve corridas lidiadas y se ha montado en la cresta de la ola del triunfo sistemático. Está exultante, el tío, y es para ello. Con la ayuda de sus hijas, Pilar y Miriam, anda sin parar por las ondulaciones de Las Tiesas mirando toro por toro, breña tras breña, cercado tras cercado, a ver qué toros han madurado y cuáles están por madurar. Casi todos con “leña” abundante sobre el testuz y esa mirada de brea caliente que mata de miedo.

Le han indultado un toro en Algeciras el día de San Juan y, esa misma noche, ha soltado por las calles de la Coria cacereña un mozallón cárdeno que tiene dos cuernos extendidos hacia los extremos del frontal de la cara, como los brazos en cruz del Cristo del Corcovado de Río de Janeiro. Así, a ojo, de pitón a pitón debe distar la anchura del pasillo de mi casa, más o menos. Me llegan noticias de que su “paseo” por la célebre ciudad ha sido un gran acontecimiento, porque el animal fue bravo y dio espectáculo. Hizo bien Victorino vendiéndolo para que se diera un garbeo por el casco urbano de Coria, donde por cierto todavía se puede visitar la casita del célebre “bobo”, toda ella dimensionada en diminutivo, esto es, a la medida de tan popular personaje. No recuerdo haber visto pasillo alguno en la curiosa morada construida en miniatura; pero si por ella hubiera pasado el torazo cornalón de Victorino, los cuernos tocan el fogón de la cocinita y el cabecero del camastro del dormitorio.

Bromas aparte, un toro de tan descomunal morfología, con una exagerada “playerez” córnea, si sale por el chiquero de una plaza de toros –en caso de que cupiera—puede que provocara un ¡oh! de sorpresa en el público; pero practicar con él el arte de torear, parece imposible: no cabe en el faldón de la muleta. Y entrar a matar en rectitud, tampoco: el torero no tiene por dónde salir. Así y todo, no faltará quien exprese su admiración y su vindicación como “torista” convencido.

Como decía aquél aldeano que fue cosido a cornadas por un toro desmandado de la finca de Domingo Ortega, mientras mordiendo su pañuelo apestoso, le operaban de urgencia, con bárbara cirugía, en casa del veterinario del pueblo: “¡Aquí querría yo ver a esos ‘toreritos’”…

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