Por Alcalino.
Expresión coloquial casi en desuso, “a valor mexicano” nombra entre los hablantes de este país la actitud de quien afronta resueltamente un peligro sin medir las consecuencias. O apuntando hacia un fin tan elevado que el riesgo pierde importancia, tal como lo hicieron recientemente en Pamplona Leo Valadez e Isaac Fonseca.
Qué par de toreros más buenos –siendo distintos entre sí, los hermana el temple, tanto en el pulseo de los engaños como en el templado latir de sus corazones–; tan buenos y tan entregados a la grandeza y las exigencias de su arte como lo estuvieran en otro tiempo los Luis Freg, El meco Juan Silveti, el moreno de Tepatitlán José González “Carnicerito” o, más contemporáneamente, Joselito Huerta, Antonio Lomelín o David Silveti. Como a sus ilustres antecesores, el sistema taurino español les deparó morlacos de divisas tachadas de indeseables por los ases del escalafón –de La Palmosilla para Leo, de Cebada Gago para Isaac–. Y el público pamplonés, tan menoscabado por los exquisitos, supo reconocer sus méritos y reconocerse en ellos. Fue emocionante. Fue reconfortante. Fue conmovedor.
El hidrocálido debió desorejar a su segundo adversario, pero el toro no doblaba y sólo consiguió acertar al tercer golpe de descabello. La entrega del moreliano estuvo tan por encima de las dificultades de su lote que las festivas peñas se olvidaron de la chica ye-ye, el vino y los bocadillos para agitar pañuelos y sacar en hombros a este pequeño gran torero llegado desde México que supo plantar en Pamplona su pabellón.
La feria del toro, como también se conoce a la de San Fermín, tiene una característica prácticamente perdida entre las telarañas de la historia: organizada con carácter benéfico por la Casa de la Misericordia –antiguo sanatorio y asilo de necesitados–, mantiene la norma de armar sus corridas con la vista puesta en los resultados del año anterior. Y esta política vale para toros y toreros. Por eso, porque el entonces novillero Isaac Fonseca y el joven matador Leo Valadez sellaron triunfalmente su paso por los sanfermines de 2022, la empresa no dudó en contar con ellos otra vez. Y bajo la misma premisa, el único espada anunciado para dos fechas fue Andrés Roca Rey, no por nada el llenaplazas de la época.
Roca Rey, aun sin dar lo mejor de sí, iba a cortar un total de cinco orejas; y es que, no obstante su acostumbrada entrega y neto torerismo, se le vio bastante acelerado y hasta atropellado en ocasiones. Quizá lo haya emocionado de más el coro reiterado y sonoro de “Pe-rú, Pe-rú” que acompañó sus cuatro faenas, favorecidas por sendos de lotes de escándalo de Núñez del Cuvillo y Victoriano del Río, hierros abocados a repetir el próximo año.
Entre los latinoamericanos fue la del inca la cosecha mayor, pero aún habían de sumársele otro par de auriculares, paseados en la corrida de Miura –una y una– por el bravísimo venezolano Jesús Colombo, que asimismo abrió la puerta grande como ya lo habían hecho el mexicano Fonseca y Roca en dos ocasiones. Con lo que el balance final arroja nueve apéndices obtenidos por los cuatro americanos anunciados contra las 14 paseadas por otros tantos diestros hispanos y ninguna para los dos franceses que partieron plaza este año en el coso pamplonica.
Los cuatro de este lado del Atántico –incluido Leo Valadez, traicionado en mala hora por su manejo del verduguillo– evidenciaron algo de lo que muy poco se habla, a causa de la preocupación por acogerse cómodamente al triunfalismo en boga o lamentar la monotonía imperante: que por encima de modas y rezagos, pérdidas y hallazgos, y dicho sin el menor ánimo de exagerar, entre la grey torera actual figuran algunos de los diestros más cabalmente valerosos de la historia.
Y Pamplona mostró que entre los más descuellan por su desprecio del peligro, entereza de espíritu y sed de gloria, figuran dos mexicanos, un peruano y un venezolano, mientras en sus respectivos países se les ignora, ocupados los domesticados y masificados por las redes en rendir tributo a influencers, youtuberos escandalosos y politicastros de diseño.
La marcha. Más vale tarde que nunca. Por las calles de la capital mexicana han desfilado el pasado jueves 13, en protesta por la clara discriminación y abierta censura a que se han visto sometidos por leyes y leguleyos falaces, representantes de la tauromaquia, la charrería y las peleas de gallos. Mucha gente acudió a la citada manifestación –algo doblemente significativo por tratarse de día laborable– y quiero suponer que la mayoría marcharía en protesta por el arbitrario cierre de la Plaza México y en apoyo a la tauromaquia, aunque los matadores presentes –en activo o retirados– hayan sido pocos, y los ganaderos, aunque los hubiera conocidos, no pasaban de unos cuantos. No es de extrañar la ausencia de los empresarios, pues ese colectivo –reducido en realidad de una sola empresa, la misma que abandonó a su suerte a la Monumental México en cuanto le cayó el chahuixtle legaloide– parece ser el menos interesado en la continuidad de lo que ellos ven como un simple negocio. Y estuvo también presente Tauromaquia Mexicana XXI, cuyo director Manuel Sescosse habló a nombre de los manifestantes en la culminación del acto sobre la explanada del antiguo zócalo de la ciudad.
Las claves del ser o no ser. Lo que puede dar verdadera trascendencia a esta manifestación no son las cifras relacionadas con la concurrencia –sujetas, como siempre, al antojo e intereses de contabilizadores oficiales y oficiosos– ni siquiera el hecho de que el subdirector del gobierno capitalino Inti Muñoz haya recibido a los líderes y tomado nota de sus peticiones, sino la capacidad de los convocantes para comprometer al gobierno a un diálogo realmente constructivo que ponga sobre la mesa la verdadera esencia cultural, popular y artística de la tauromaquia, los valores que la sustentan y lo que para la gente de este país ha significado a lo largo de cinco siglos.
Dicha campaña de sensibilización e información a la autoridad tendría que ser acompañada por un despliegue publicitario capaz de impactar en la conciencia ciudadana, que como sabemos está a merced de animalistas hipersensibles, ingenuos o pagados, politicastros a la caza de distractores que oculten sus fechorías, fracasos y corruptelas, y dueños de medios masivos temerosos de perder anunciantes alérgicos al tema taurino. En este sentido no habría estado de más que los convocantes a la marcha hubiesen pagado inserciones en los diarios de mayor circulación, explicativas de lo que es y significa el vilipendiado arte del toreo y la fuerza de sus ancestrales valores éticos y estéticos, así como el lugar que ha ocupado entre las tradiciones mexicanas de mayor sustancia y arraigo.
Ojalá haya sido ésta la única omisión palpable y, en lo sucesivo, la defensa de la fiesta funcione en todos los ámbitos del sistema –el cultural, el político y el de la discusión pública– con la eficacia y precisión indispensables, porque de lo contrario marchas y contramarchas difícilmente trascenderán la categoría menor de lo anecdótico.
Publicado en La Jornada de Oriente