Por Fernando Fernández Román.
Parece poco discutible -salvo para cerrilidades animalistas- la común creencia de que la fiesta de los toros, o el arte del toreo, es consecuencia del rito ancestral que toma por tótem sagrado al bos primigenius de la más remota antigüedad. El toro como animal icónico, símbolo del poder y la fecundidad, aparece con harta frecuencia como uno de los “actores” principales de la gran obra de la historia de los pueblos, sobre todo, aquellos pueblos que le sirvieron de asiento sólido a su nomadeo por tierra o los que le ofrecieron su litoral al mar, principalmente al mar de la Cultura por excelencia: el Mediterráneo. El toro, quiérase o no, es la parte principal de un ritual propio –único— de las tierras ibéricas, y quienes a él se enfrentan, poniendo en peligro su vida hasta sus últimas consecuencias, son conocidos como toreros. Hasta aquí, la obviedad. Desde aquí, la puntualización perentoria que se hace necesaria para distinguir a los toreros como individuos pertenecientes a una extraña corporación que desarrolla la misma y riesgosa actividad.
No todos los toreos son iguales. En realidad, quienes componen estos colectivos o gremios están inmersos, como tantos otros, en la más absoluta heterogeneidad, de forma y manera que, en el dramático juego que supone enfrentarse al toro, también los toreros se alinean en una escala de valores, calidades y cualidades, de mayor a mayor, hasta que alcanzan el rango supremo: el de Maestro.
Entre toreros, es costumbre (o tradición) que los más jóvenes lleven de serie el respeto reverencial que se debe observar cuando se hallan ante el veterano. Llevan cosida la palabra “usted” a la de “maestro”, aunque –ocurre con frecuencia—el reverente sea mucho mejor torero que el reverenciado. A servidor, le encanta ese trato respetuoso, de prudente lejanía en el saludo, de generosa sumisión ante aquél que está curtido en mil batallas, que se ha batido frente a públicos y toros de todo tipo y condición. Después, sale el de los rizos y pone a cada cual en su sitio. Al contrario que el torero, el Maestro del toreo no nace: se hace. Y cuando está hecho, no hay quien le tosa. La maestría es el supremo grado del torero grande.
Ayer, en Azpéitia, vi torear a un torero al que sabía grande, pero no Maestro. Por eso lo traigo aquí a colación, porque me sorprendió -me asombró- su grado de maestría. Fue en el quinto toro de la corrida, un toro castaño albardado con el hierro de La Palmosilla, segundo del lote del diestro gerenero Daniel Luque. Un toro bravo y encastado que, vaya usted a saber por qué, parecía tener al límite sus facultades físicas; y la lidia actual, cuando al toro le fallan las fuerzas, suele ser un calvario insufrible, también, para toreros y público. Evitar tan incómoda situación solo está al alcance de un torero que tenga para sí acuñado el don de la maestría. ¿Sería Luque el Maestro idóneo?
Lo fue. El toro hacía amagos de doblar las manos cada vez que insistía en ir tras la tela roja de la muleta y el público se encabritaba, porque -cosas del inaprensible misterio del toro de bravo-, en su lógica ignorancia, estaba persuadido de que aquello no llevaba a ninguna parte. Daniel Luque hacía gestos inequívocos de que el toro era bravo y tenía la casta, las fuerzas y otros valores escondidos (Morante, en Sevilla, con un toro de Matilla, hizo algo parecido), por lo que era menester tratar de ahondar en su búsqueda fundándose en la lidia adecuada. ¿Qué lidia era esa? Hela aquí: no atosigar nunca al animal, ir distanciándose de él a grandes trancos de la línea de conflicto para que el cite fuera lejano, llevar la muleta a una determinada altura y mover la tela tersa, muy despacio, suavemente, sin brusquedades, para, después, poco a poco, ir bajando esa tela, pase a pase, serie a serie, hasta llegar a acortar las distancias del cite y acabar arrastrándola por la arena, haciendo que manara la casta brava del toro, que la tenía, en lo más hondo -“fondo”, le dicen ahora- de sus entrañas, pero la tenía.
¿Qué hubiera ocurrido con ese toro si lo torean otras manos? Probablemente, el castaño de La Palmosilla hubiera rodado por el suelo, incluso punteado la muleta buscando defenderse a base de cabezazos. En realidad, lo que se plantea en estos trances “a toro pasado” no es más que una entelequia. ¡Nadie puede saber nada acerca de lo no ocurrido! También habrá quien no le dé importancia a la magistral obra de Luque. “¡Un inválido no es un toro de lidia!”, dirá el aficionado conspicuo. Por supuesto; pero hay inválidos por naturaleza e inválidos fortuitos. Flojedades que se potencian y debilidades que se fortalecen. “El temple -decía Pablo Lozano- da fuerza al toro que tiene poca y se la quita al que le sobra”. Ésa es una de las claves. Las otras son un registro mental privilegiado para escudriñar las posibilidades de los toros durante la lidia y una vista de lince para acertar con el diagnóstico y aplicar la adecuada receta. Todo eso se resume en una palabra: maestría.
¡Qué poco hablamos ahora de maestría! Cada vez hay más toreros y menos maestros. En realidad, ya no hay maestros ni en la educación básica, aquéllos maestros que nos enseñaron a leer y escribir correctamente y nos inculcaron las “cuatro reglas” a los niños cernícalos que solo pensábamos en el recreo, la peonza, la pídola o en jugar “al balón”. En la moderna tauromaquia, también se echa en falta el talento y la paciencia del torero frente al cernícalo irracional que tiene delante.
Ayer, como por ensalmo, apareció uno de ellos -de última generación- en la pequeña Plaza de un rincón del País Vasco: Daniel Luque, que dio una lección magistral de conocimientos, temple, valor, arte y contundencia con la espada. Lo de menos son las dos orejas y el paseo en hombros. Lo importante es que la de Maestro no es una palabra hueca, vacía, un simple recurso de cortesía. He conocido y tratado a muchos grandes toreros, pero a muy pocos Maestros. Daniel Luque es el último descubrimiento: la Maestría, con mayúscula, en plena vigencia.