Obispo y Oro: Roca Rey, el resiliente.

Por Fernando Fernández Román.

En plena vorágine veraniega, los espectáculos taurinos proclamados en carteles de toros y toreros a celebrar en ciudades de notable densidad demográfica, suelen ocupar lugar preeminente en la muy abundosa documentación festera de esta España nuestra, ociosa y caliente, que se parte en dos: la que muestra a la gente del común sudando la gota gorda sobre la arena de la playa y esa otra gente rara que viste trajes chisporroteantes –y asfixiantes– sobre otra arena, la del ruedo de una plaza de toros, para jugarse la vida frente a un animal cornudo y tremendo que se la quiere quitar, aún a costa de la propia. La vida al albur de un trance fatal: eso es, por simplificar, el libérrimo ejercicio de torear.

En estos días, ya digo, de norte a sur, la geografía española está inundada de toros y toreros. Aparte los “festejos populares” de localidades de escaso nivel poblacional, las corridas de toros y novillos abundan de forma extraordinaria, lo cual significa que el riesgo máximo para el torero –la cogida y sus diversas consecuencias—también crece de forma exponencial. Las volteretas y las cornadas se multiplican. No hay día en que el protagonista de la noticia taurina no sea un parte facultativo. Los toros, cogen, los toros, hieren, los toros, matan… Esa es la gran verdad de esta Fiesta nuestra, vernácula, tremenda y magnífica.

Al hilo de la antedicha simplicidad reflexiva, me asalta la contumacia de una evidencia: La presente temporada está siendo especialmente cruel y peligrosamente dramática para una de las más preclaras figuras de la contemporaneidad, Andrés Roca Rey. Le cogen mucho los toros. Demasiado. Sus tres últimas actuaciones parecen más propias de una crónica de sucesos que una información taurina. Un toro de Bañuelos lo cogió en Santander el día de Santiago Apóstol y los estampilló contra la barrera, corneándole repetidamente en la zona torácica, aunque, por fortuna, no “hizo carne”. Las imágenes son impactantes, porque su compañero Cayetano entró al quite a cuerpo limpio agarrando el pitón de toro y también fue zarandeado, lo mismo que el subalterno Antonio Chacón, que ofreció su cuerpo al toro como parapeto al de su jefe. La escena me recuerda al grabado que recoge la escena de la mortal cogida de Curro Guillén en Ronda, el 20 de mayo de 1820, en la que se aprecia al infortunado diestro colgado del pitón y a su compañero Juan León aferrándose al otro cuerno, para intentar evitar lo que fue inevitable. Ya ven cómo la generosidad proverbial de los toreros –el compañerismo en su máxima expresión– viene de muy antaño.

El año pasado nos apabulló Roca Rey en Bilbao con su histórica actuación ante dos toros bravucones y fieros de Victoriano del Río, que lo cogieron a placer. No habíamos visto cosa igual. Bilbao rugió estremecido, y hubo hasta quien lloró ante semejante e insólita exhibición de valor, de desprecio de la vida por alcanzar la victoria, el triunfo en el ruedo. ¿Acaso nos merecíamos tanto? Hasta dónde se quiere llegar con estas muestras de entrega, en un holocausto de sí mismo voluntariamente provocado? ¿Dónde está el límite del pundonor?

Después de lo de Santander, Roca reapareció en Huelva, donde se llevó terribles volteretas de los toros de Matilla. Y ayer mismo, en El Puerto de Santa María, un jabonero de Núñez del Cuvillo le infirió una cornada de 18 centímetros en el gemelo, pero salió a torear de nuevo, con los drenajes puestos. ¿Esto es normal? ¿Son necesarias estas manifestaciones tan reiteradas de amor propio?

Soy un admirador impenitente de Andrés Roca Rey. Me parece un torero excepcional, amplio de contenido, firme de compromiso y con un futuro espléndido por abordar. Somete a los toros con su poderosa muleta, liga las series como muy pocos, y tengo la firme convicción de que cuando un toro le embiste por derecho torea con un temple exquisito. Está en la cumbre de su carrera. Es una gran figura del toreo actual, lo cual, en esta profesión, equivale a entrar en detrimentos y sojuzgamientos punitivos del más variado jaez; pero eso no es motivo para meternos el corazón en un puño cada tarde, para tenernos con las manos en la cabeza cada dos por tres. Los alardes temerarios, cuando pasan la línea roja de lo sorprendente y entran en la turbulencia de lo inaudito son difíciles de digerir. Me ocurrió algo similar con José Tomás en Madrid, cuando le vapuleó una y otra vez aquél toro ilidiable de El Sierro; o cuando siguió toreando, con tres cornadas, para amarrar un triunfo de clamor. Algo parecido hizo Miguel Ángel Perera, también en Las Ventas, en el año 2008, si no recuerdo mal.

Concretando: Me gustan, me enardecen, los toreros que me emocionan, aquellos que me sobrecogen por su impavidez y galanura, transmitiéndome una extraña felicidad; pero los que hacen ofrenda desaforada –inútil, a veces—de su cuerpo y de su alma, los que me acojonan, me dan pavor; y lo paso mal.

A este respecto, recuerdo unos párrafos de las Memorias de Clarito, cuando, ya entrado en política como hombre de confianza de los gobiernos de Alejandro Lerroux, fue a ver a Belmonte el año 1934, el de su última reaparición en los ruedos, como torero a pie, precisamente, en Santander, donde Juan, ya madurito y algo torpón, fue volteado varias veces aquella tarde, refiriéndose al espanto y confusión de su secretario “que, lego en tauromaquia, pensaba que ser un gran torero consistía en no dejarse coger por el toro, ni menos ¡tantas veces!”…

Sin llegar a tan simplista formulación, creo que los pocos días de reposo que habrá de consumir Andrés Roca Rey en el hospital y en su domicilio sevillano, le vendrán muy bien para hacer las pertinentes recapitulaciones. No creo que desista de su pertinaz forma de concebir el arte que practica, ni de afrontar el riesgo hasta sus máximas consecuencias; pero sería bueno un poco de sosiego para sí mismo, porque los palizones tan seguidos, las heridas tan frecuentes y los politraumatismos acumulados acaban por dejar secuelas.

Tengo para mí que esta humilde recomendación no deja de ser un jarro de agua vertida en un cuévano. Roca Rey sabe lo que hace y lo que quiere: no dejar ni una pieza en el aire, a tiro de sus competidores. Él sabrá. Es un resiliente de libro.

Publicado en República

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