Opinión: El ser o no ser del toreo.

Por Alcalino.

Existe una manera infalible de minimizar, empequeñecer, jibarizar, restarles fuerza y resonancia a las expresiones humanas, sean del tipo que sean. Basta con hacer como si no existieran o, en su defecto, meterlas en un baúl al que pocas llaves tengan acceso y alejarlo todo lo posible de miradas curiosas.

Este encapsulamiento sistemático lo ha practicado con singular aplicación el medio taurino hispano. Si el toro de lidia simboliza al país, el toreo debe ser defendido como exclusivo patrimonio cultural suyo. La consecuencia fue, secularmente, una tauromaquia entendida y mantenida como coto cerrado y encerrado dentro del territorio español. Cualquier intromisión, cualquier intervención ajena, ha de verse como descuido fugaz de los aduaneros en turno que calígrafos y vigilantes atentos han de minimizar, si no es posible borrarlo del todo, en su particular versión histórica de las corridas de toros.

Últimamente, en uno de tantos descuidos, se les coló Francia: ahora resulta que hasta puede dar toreros buenos. Y ganaderos. Y escritores taurinos. Pero al otro lado de los Pirineos se lo han tomado con calma, un simple contagio debido a su cercanía con la matriz, repentinamente generosa. Porque, ya se sabe, para toreros, España. Y cuando una ristra de indios de otro lado del Atlántico –la América nuestra, pensarían– desembarcaron en sus costas y se pusieron a torear, y lo hacían tan bien que se adueñaron de la buena voluntad y el interés del aficionado español simple y llano, entonces el aparato taurino cerró sus tentáculos y arrojó al invasor de sus plazas. Que los morenos se vuelvan a sus tierras, que esto que vinieron a hacer, que esa clase y ese arte y esa comprensión del toro y del toreo con que estaban llenando nuestras plazas es herejía inadmisible que debemos apresurarnos a exorcizar. Por eso, justo antes de que estallara la guerra civil, promovieron el incivil boicot del miedo, como socarronamente lo llamó Juan Belmonte, viejo admirador de México y sus toreros. Era el gesto de un espíritu libre, humorista y lúcido en medio de la xenofobia dominante.

Fue el boicot de 1936 la respuesta de un sistema absurdamente cerrado en un universo naturalmente abierto, como lo es por definición el universo del arte. Que es capaz de celebrar la creatividad humana en cualquiera de sus expresiones. Y puede reconocerlas como patrimonio de determinada cultura o de cierto lugar, pero no acostumbra negarlas ni menos clausurarlas, pues sabe que sería atentar contra su propia naturaleza.

Lo que sería hoy el arte de torear –en forma, diversidad y resonancia– sin el reaccionario y celoso activismo xenófobo del hermano mayor hispano.

Gente necia ésta de México… y del mundo. Expulsados de un país que se veía a sí mismo como propietario exclusivo del toreo, despachados sin contemplaciones, los mexicanos –aztecas, solían llamarlos– siguieron a lo suyo, aunque solamente entre los suyos. Así fructificó la época de oro del toreo en México (1930–1950 aproximadamente), y de nuevo pudo paladear la afición española numerosas muestras –aunque ya debidamente acotadas y bajo control– de cuánto el arte de torear podía enriquecerse cuando se abría a otras sensibilidades y culturas. Fue así que más americanos –llegados de Venezuela y Colombia principalmente– llevaron su mensaje torero a España, al tiempo que trasponían la frontera de cristal tan celosamente encerrada en la piel de toro algunos portugueses de porte y proceder magníficos. Y, curiosamente, ningún embajador galo o peruano todavía.

Hoy como ayer. La semana ida, Joselito Adame toreó y triunfó en España. Fue el viernes 11, en la plaza de Huesca, compartiendo cartel con Morante de la Puebla y Ginés Marín, toros de Antonio Bañuelos, un ganadero que siempre ha declarado que, del escalafón, es José, el de Aguascalientes, quien mejor entiende y cuaja a sus toros. Y el hidrocálido –gentileza por gentileza– le ha correspondido una vez más cortándoles las orejas a los dos su lote. Cuatro apéndices en total, por tres del joven Marín y ninguno de Morante, que reaparecía luego de una convalecencia relativamente prolongada.

Joselito Adame. Este año ha toreado muy poco en España –de México, ni hablar. Ignorado por las empresas, ausente de las ferias grandes, ninguneado por la prensa taurina de allá, autor de una gesta perfectamente estéril en el San Isidro de 2022 –aquella voltereta espeluznante por un torazo castaño de Pedraza de Yeltes (17.05.22), seguida de una faena tan torera como entregada estando el hombre a punto del desmayo–; y, de súbito, el golpe éste de Huesca. Ya era inusual verlo encartelado con una figura –el de la Puebla– y un joven con clase e ímpetus para dar y prestar, como Ginés. Pero alguna fuerza tendrá el ganadero burgalés para que, al lado de ellos, la empresa pusiera al mexicano. Que fue el que cortó el bacalao y se llevó la mejor parte.

Lo cual no significa que Joselito Adame pueda hacerse mayores ilusiones de cara al resto de la temporada española. Cazará alguna corrida en plazas menores donde ya ha triunfado reiteradamente, pero difícilmente Zaragoza o Guadalajara, donde años atrás indultó un toro al que muleteó por nota. Y pronto lo tendremos de regreso, ojalá que para dar fe de su espléndida madurez torera, propia de la figura más destacada de una generación con pocas oportunidades. Si en Aguascalientes, por abril, le pegó un serio repaso a El Juli en corrida de mano a mano, no por eso tendrá más reconocimiento entre nosotros ni mejores emolumentos que esos españoles de todos los calibres alegremente dispuestos a hacer la América. Aunque México, por dictado de Washington, ya sea más bien Norteamérica.

El caso Roca Rey. Otro cuerpo extraño, peruano de procedencia, y resulta que es el único llenaplazas auténtico que España ha conocido en el presente siglo. Pero lleva tres percances consecutivos –siempre reaparece sin estar curado del todo–, y eso tiene muy preocupado al empresariado. No es una preocupación vinculada al estado de salud de Andrés Roca Rey sino en forma indirecta, por el efecto que los agresivos pitonazos que se han cebado en su humanidad puedan tener en la taquilla. Saben que quien más sufre sus reiteradas bajas por cornada es el ánimo de esos aficionados que en tropel acuden a los cosos cada vez que el limeño está anunciado. Algo tendrá que lo distingue del resto.

Algo que no es sino una disposición heroica, desusada en estos tiempos. Con lo que Roca Rey sabe y puede, podría darse el lujo de jugar al intocable y volver sano y salvo al hotel sin haber dejado de animar muchas tardes con su probado torerismo. Pero si hiciera eso, si se limitara a aprovechar al toro sencillo y salir del paso con el impropio, si se adocenara, no sería Roca Rey. El único llenaplazas que le queda a la fiesta.

Luque, herido grave. Esto no entraña una crítica al resto del escalafón. La campaña española de este año demuestra que la capacidad de entrega de los toreros –novilleros incluidos– se escribe con sangre. A los muchos percances registrados últimamente se unió este viernes –mismo día de la apoteosis en Huesca del mayor de los Adame– el sufrido por Daniel Luque en El Puerto de Santa María. Luque, que es para mí el español más puesto y de mejor trazo en la actualidad, estaba bordando a un astado muy encastado de Montalvo cuando el bicho se rebeló a la maestría del torero, se le fue encima como si fuera un tigre y le clavó el pitón en el vientre. Cornadón. Y es que, cuando el toro es toro, nadie se encuentra a salvo. Aunque la gente tenga sus manías. Y hoy esté en que o torea Roca Rey o habrá en las gradas mucho cemento calcinándose al rayo del sol. En El Puerto apenas se ocupó ese día un tercio del aforo. Con Urdiales, Castella y Luque en el cartel. Y repito que, para mí, tal como viene el año, es Daniel Luque el torero al que no habría que perderle paso. Pero con la suerte, buena o mala, no hay quien pueda.

Cornadas. Tema casi casi tautológico cuando se habla de toros. Y, sin embargo, da la casualidad que si el peligro desaparece, la fiesta languidece. El riesgo de cornada nunca se irá del todo, de acuerdo. Pero si lo invisibilizamos, vía un semiastado bofo y soso, las plazas se vacían y cunde el desinterés. Si es rematadamente absurdo afirmar, como tantos antis, que la corrida es un mero vertedero de sangre que por amor a los animales y a la civilidad hay que suprimir, nada de absurdo tiene reconocer que sin la sensación de riesgo inminente, el toreo carece de sentido. Por eso, porque allá sigue saliendo el toro, en España hasta futboleros distinguidos se declaran taurófilos –un montón de jugadores, el seleccionador nacional, el presidente de la Liga, a quien Morante acaba de brindarle en Huesca…–; mientras que en México, paraíso del post toro de lidia, todo mundo se tapa.

Bastaría con acudir a una estadística comparativa del número de cornadas que los toros dan aquí y allá para encontrar la razón de fondo. Podrá alegarse que a la gente que va o deja de ir a las plazas las estadísticas la tienen sin cuidado. Pero es indudable que el colapso de la fiesta en nuestro país, su virtual desaparición de la escena pública, se ha dado bajo el imperio del post toro de lidia mexicano y la pérdida de emoción que de sus cansinos procederes emana. Ante tan palmaria evidencia, sobran especulaciones.

Más claro: si se habla de una especie de epidemia del disimulo –de la empresa y los propietarios de la suspendida Plaza México, de los tenedores de derecho a apartado, de los omisos medios escritos y audiovisuales, incluso de los toreros para defender lo suyo–, habría que referirlo al ambiente antitaurino que nos rodea. Y cómo no, si lo ha precedido la desaparición del toro entero, alerta, encastado y codicioso, capaz de hacer brillar el peligro en sus astas y de transmitirlo arriba y abajo, a ruedo y tendidos.

Porque en el toro, y solamente en el toro, se encierra el ser o no ser del toreo.

Publicado en La Jornada de Oriente

Deja un comentario