Obispo y Oro: La supuesta gordura de Morante y sus consecuencias.

A Morante le han tocado los “costaos” en Bilbao y se ha cabreado. Oír la voz tonante que llegaba desde un tendido y cortar por lo sano, cuestión de segundos. “¡Estás gordo!”, fue el epíteto que le soltaron al de la Puebla del Río cuando trataba de meter en la muleta a un toro remolón y descastado de Juan Pedro Domecq. El vocero impertinente se habrá quedado tan a gusto. Ha sido detonante o espoleta de una bronca monumental a un torero que escudriña la situación mientras tantea las posibilidades de sacar partido a un morlaco de incierta acometida. Morante, estudia las distancias –sobre todo, distancias—que puedan favorecer el lucimiento de los pases y la economía de los pasos. Es éste un momento muy comprometido, y los aficionados cabales lo saben; saben que es fundamental para adoptar una estrategia fecunda y, al propio tiempo, eficaz; porque los aficionados cabales tienen asumido que cada toro es un misterio, una incógnita, una sorpresa por llegar, para bien o para mal. En casos como éste, los aficionados cabales guardan un silencio espectral, hasta ver si el artista “da con la tecla”, que no es tarea sencilla. Lo malo del caso es que en Bilbao ya hace años que no a abundan los aficionados cabales. Cada vez ralean más. Hasta donde llegan mis alcances –desde Javier de Bengoechea para acá–, Bilbao ha ido perdiendo, año tras año, ese prurito de señorío y capacidad de discernimiento en el público que asiste en Vista Alegre a las corridas de toros, dicho sea desde el punto de vista analítico y, por supuesto, respetuoso. Ha sido una caída en picado. Y un atentado al buen gusto y al respeto que los públicos de toros deben tener hacia los toreros.

No es mi intención hacer un ejercicio de melancolía, en plan “tiempo pasado” y esas pamplinas. No. Creo, más bien, que ha sido la consecuencia de un declive exponencial en la calidad y la cantidad del público que acude a los toros en Bilbao a lo largo –más o menos– de estos últimos dos lustros del siglo XXI. El ambiente en los graderíos se ha ido degradando, dando lugar a que sucedan hechos como el que hace cuarenta y ocho horas ha protagonizado Morante frente un toro e Juan Pedro. Un patosillo –voceras con ínfulas de gracioso– haciendo gala de su plebeyez taurina, ha resuelto que la causa por la cual el toro no embiste a la muleta del torero es la supuesta gordura de quien la maneja. Gritar “¡estas gordo!” tampoco es un insulto de pena capital; pero molesta. Los toreros, cuando se hallan en tesituras de peligro inminente, digieren mal la cuchufleta, la horterada o lo que sea. Prefieren una alusión al miedo que una burla hacia su figura. No tomar en consideración el riesgo ante la incertidumbre y detenerse en las redondeces –es un decir—que puedan resaltar en el vestido de luces, créanme, es una salida de pata de banco, la patochada de un lerdo en materia taurina. Así que Morante se ha ido a las tablas, ha pedido el estoque de acero y se ha quitado de en medio al toro remolón y descastado. ¿Y qué hacer con el patoso? Pues qué vamos a hacer, aguantar… y lamentar que un tipo de tamaña vulgaridad haya privado de ver si un torero de la dimensión artística de José Antonio Morante Camacho conseguía meter en vereda y dominar las renuencias del animal. La bronca subió hasta acomodarse en la antesala de ”gran”, que es el sumun de las broncas. Casi se llega al “güarterló”, que decía Rafael el Gallo

El caso es que, este año Bilbao se ha quedado sin “ver” a Morante –ayer, tampoco le valieron los dos toros de Lorenzo Fraile–, y Morante se ha quedado sin disfrutar del Bilbao taurino que –me consta– tanto admira.

Hace ya muchos años –mediados de los ochenta—viví un momento similar en Jerez, durante su Feria del Caballo, a la que acudía por primera vez. Estaba en el callejón, creo recordar que junto a Peter Balañá, contemplando la faena de Rafael de Paula al segundo toro de su lote. El gitano llevaba calada la montera –perfectamente lícito—y acababa de cuajar una primera tanda de excelsos muletazos. En aquella época, Rafael pasaba por un desagradable trance, una cuestión enojosa con su esposa Marina, cuando en una clarita del clamor que todavía adensaba la Plaza, un imbécil le espetó algo relativo a la cuestión de infidelidad de su matrimoniada pareja. A ello respondió el torero tirando la montera al suelo y la espada –de acero, repito—al callejón. Me pasó raspando y se clavó en el peto de madera que esconde las localidades de barrera. Todavía recuerdo el temblequeo del acero en mis cercanías y el temblequeo de mis piernas. ¡Menuda se armó en la Plaza!; pero no contra el toreo, sino contra el imbécil.

Al de Bilbao le ha salido gratis su gracieta de desprecio a un ser humano que se juega la vida en el ruedo. Se habrá quedado tan ancho. Ha salido en los papeles y se ha comentado su “hazaña” en radio y televisión. ¡Menudo éxito! Éste se convierte en influencer de las redes sociales, ya verán.

Llega a vivir esto mi admirado Javier de Bengoechea (la pluma crítica más ágil, ingeniosa y fina que he conocido entre las que traté de primera mano) y el poeta bilbaíno, director del Museo de Bellas Artes de Bilbao, le hace una crónica magistral a tan lúdico como pernicioso suceso.

Por mi parte solo se me ocurre algo menos sutil, más cercano, más de andar por casa; la inevitable comparanza con que el refranero castellano enlaza lo humano con lo divino, lo anatómico con lo litúrgico: ¡Qué tiene que ver el culo con las témporas!

Por Fernando Fernández Román – República

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