De El Juli a Alcaraz: cuanto hemos cambiado…

Por Álvaro R. del Moral.

La efeméride se cumple este mismo lunes. Sucedió hace un cuarto de siglo en el bimilenario anfiteatro de Nimes: José María Manzanares, en presencia de Ortega Cano, entregó la espada y la muleta del oficio de matador de toros a un jovencísimo toricantano que aún no había cumplido los 16 años, esa edad en la que tantos jóvenes patrios de hoy vivaquean sin saber si cortarse las venas o dejárselas largas. Julián López Escobar, que días antes se había despedido del escalafón menor estoqueando seis novillos en la plaza de Las Ventas, ya era todo un fenómeno sociológico, un verdadero ídolo de masas que tenía en pie de guerra a todo el toreo. Antes de ser matador de alternativa ya era figura; nunca ha dejado de serlo.

Al año siguiente iba a protagonizar el anuncio del seat Ibiza, uno de los automóviles más populares de aquel tiempo –no sé si más feliz pero seguro que más desenfadado- en los que aún no habíamos sido secuestrados por la deriva ‘woke’ en aras de un pretendido progreso que en realidad es la cáscara hueca de la dictadura del pensamiento único. Un torero que ni siquiera tenía la edad necesaria para conducir era el imán publicitario de un vehículo de moda. Aún quedaba tiempo para que el personal de coleta fuera desterrado de un paisaje en el que, a lomos del boom inmobiliario, aún tendría gran protagonismo en los primeros años del siglo.

El Juli, rebasando esos 25 años de matador, ya cuenta por días la cita del primero de octubre en Sevilla. Es la fecha escogida para colgar un traje, el de luces, que ha sido su segunda piel desde su más tierna infancia. Descender por los vericuetos de su carrera –Ortega, siempre Ortega- también sirve para constatar la desquiciada evolución de una sociedad agitada por los vaivenes económicos y envenenada por una indigesta clase política que sólo ha conseguido avanzar en una dirección: la del confrontación y el enfrentamiento en una estrategia de río revuelto. Se buscan los aliados que haga falta para ganancia ganancia de pescadores: los de esa nefasta partitocracia que parasita hasta el último resorte de la vida pública española. Y en esas ardentías, ya lo saben, no caben los toros.

Sigue la caza de brujas

Que se lo pregunten a Carlos Alcaraz, flamante campeón de Wimbledon y número 2 del tenis mundial. Su delito fue asistir días atrás a una corrida en la plaza de Murcia, su tierra. Estaba acompañado de dos paisanos de pro: el diestro Pepín Liria y el ex seleccionador nacional de fútbol, José Antonio Camacho. El juicio sumarísimo de las redes no iba a tardar en llegar. Alcaraz había roto el séptimo sello del buenismo, dejándose ver en el callejón del coso de la Condomina recibiendo con una ancha y natural sonrisa el brindis de José María Manzanares.

Los tentáculos del animalismo –ese poderoso lobby que maneja los resortes más insospechados de la vida cotidiana- se apresuraron a decretar la defenestración civil del grandioso y jovencísimo tenista. Ya no tiene derecho a la existencia, al éxito deportivo, ni a la opinión propia, a la libertad de acción, a hacer lo que le plazca respetando la libertad del contrario. Había rebasado una frontera inasumible: asistir a una corrida de toros que, tampoco se olvide, es un espectáculo no sólo legal sino también protegido por una legislación que se invoca según, cómo y con quién. Y si hace falta se dicta a la carta.

Es el signo de estos tiempos de pan llevar en los que Madrid bien vale una amnistía aunque suponga saltarse a piola la Constitución, la ética política y hasta la más elemental decencia con tal de continuar en el machito. La renovación del sanchismo es, entre otras cosas, una puerta abierta a la expansión del radicalismo, adquirido con el entusiasmo de un desahogado. Hay que gobernar al precio que sea y si hay que ponerse la piel de todos los que quieren acabar con una ancestral forma de ser y sentirse personas, pues se pone. Ahí están, esperando su trozo de pastel, los que equiparan a las bestias con los hombres. Pues así está el plan.

Dos espejos, distintas generaciones

Pero el asunto tiene más calado: A El Juli y Alcaraz les separan dos décadas en las que las libertades han retrocedido. Y no es una apreciación subjetiva. Son tiempos convulsos en los que nos dicen qué tenemos que pensar y decir, hasta qué tenemos que opinar o en la dirección en la que tenemos que mear. Los viejos dogmas han sido sustituidos por otros en una lluvia fina, perfectamente dirigida, que ha ido calando. El Juli era un espejo para la juventud de 1998; Alcaraz lo es para la de 2023. Y juntos, desde dos generaciones distintas pero no tan lejanas, ofrecen una imagen de triunfo, cultura del esfuerzo, superación y valores. Los paladines de la nueva moral los han estigmatizado ¿En qué punto empezamos a perder el norte?

En ese guiso también entran las manifestaciones despectivas que ha inmerecido la difusión de cierto vídeo que muestra algunas de las claves del fervor a la Pastora de Cantillana. Las cosas son así y así fueron siempre y forman parte de una concepción más amplia de la propia vida. ¿Molesta? No se entienden esas críticas a una manera de ser, sentir y de creer; de los mismos que se ponen estupendos y sostenibles con ciertos desfiles chabacanos que sí son un atentado al mal gusto y en los que se retrata hasta el último político para evitar el fuego eterno. Mejor no seguir, que nos queman.

Nos vamos, recordando el recentísimo fallecimiento de dos hombres sin complejos que forman parte de la mejor cultura popular. Pepe Domingo Castaño –que asistió a su última corrida en Gijón el pasado mes de agosto- no necesitaba que nadie le dijera qué tenía que hacer o qué decir a través de esos micrófonos que convirtió en obra de arte. Y hablando de arte: la obra pictórica de Fernando Botero –cartelista de la Real Maestranza en 1999- tampoco se puede desgajar de su precoz afición taurina que fue determinante en su definitiva vocación pictórica. Descansen en paz.

Publicado en El Correo de Andalucía

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