Pepín Martín Vázquez.

Y aunque intuimos ciertas similitudes o influencias manoletistas, el toreo de Martín Vázquez diría que alcanzaba otra naturaleza, más profunda, más luminosa, más caída en gracia.

Por Jesús Soto.

Diría que la pequeña pantalla jamás ha podido hacer visible esa invisibilidad cuasi milagrosa del arte del toreo. La tauromaquia resulta excesivamente real, vehemente y trágica para ser captada por esas sondas que tras el cristal se nos presentan en la caja tonta. Y aún así, resulta esencial el contemplar a ciertos toreros, para al menos intuir ese ángel o espíritu que tuvieron aquellos que no pudimos, por cuestión de edad, ver. Así, diría que es la película «Currito de la Cruz», no la película en sí, sino las escenas que en ella aparecen de ese torero llamado Pepín Martín Vázquez, de las pocas que consiguen traspasar la frialdad para hacernos sentir un cierto escalofrío que nos hace soñar con lo que debió ser aquello.

A Pepín Martín Vázquez le pegaron fuerte los toros, sin duda truncando lo que hubiera sido una carrera más prolífica y brillante. Alternó con Manolete, Pepe Luis, Gitanillo, Manolo González… y con todos pienso que este torero no rivalizó, o si acaso, no es ese el prisma que su ángel nos decía. Y aunque intuimos ciertas similitudes o influencias manoletistas, el toreo de Martín Vázquez diría que alcanzaba otra naturaleza, más profunda, más luminosa, más caída en gracia. Vemos en esas imágenes de la nombrada película, ese toreo casi sin esfuerzo, con esa casi inexistente invitación en el cite, con esa muleta algo retrasada, algo a media altura, y con ese cuerpo derecho que le da en el embroque el medio pecho al toro para así llevarlo con ese temple siempre desafiante de lo efímero que se olvida de eso mismo… de lo efímero, para así otorgarle al instante ese halo de lo etéreo en el sutil movimiento que sin brusquedades se nos presenta. Ocurre, es el toreo, esa fusión mágica entre toro y torero regada por la llegada del soplo, que cual aire fresco sabe enervar los poros de la piel. Así toreaba Pepín Martín Vázquez, en ese estado de luz intangible, pues todo arte que se precie posee su luz, su airosa luminosidad, esa que nos ciega en lo aéreo de la visión imprevisible, y que es lo que distingue al gran creador del mero intérprete u oficiante. Esa posesión de la luz que incluso desde la oscuridad, se nos aparece para que la podamos ver y de alguna manera no la perdamos de vista.

Publicado en ABC Sevilla

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