Obispo y Oro: Castella y el “plus” de la Puerta del Príncipe.

Bonsoir, Monsieur. Toutes nos felicitations.

Por Fernando Fernandez Román.

Se preguntaba la gente, con razón, cómo iban a aguantar el calorazo aquellas almas benditas que se dirigían por la calle Adriano al acceso que conduce a las localidades de sol de la Real Maestranza de Sevilla. Y eso que la mayoría que se integraba en aquél tumulto iba en mangas de camisa, o con el niki del verano, prendas ambas que se resistían a dormir en el armario el sueño que dura lo que tarda en llegar el invierno, según el muy taurino Joaquín Sabina. Veías sudar por la pechera o el espaldar del tronco a los valientes que se encaminaban a la solanera, y no podías por menos de irradiar un benigno sentimiento de lástima. ¡Qué calor! Esto no es veranillo de San Miguel, ni Dios que lo fundó; esto es una prueba de fuego –nunca mejor dicho—que reafirma la afición a los toros en este país, todavía, llamado España. No me cabe duda: un lleno de No Hay Billetes en esta bendita plaza de toros (más que en cualquier otra) viene a ser el mejor preludio para invocar al optimismo. Así, pues, llegadas la seis de la tarde del día de ayer, con el sol refulgiendo a placer sobre el interior del sacrosanto monumento maestrante, los toreros hacían el paseíllo en la segunda de abono de la tradicional feria taurina que despide el mes de septiembre en la tierra de María Santísima.

Sin embargo, la cosa empezó al bies. El primer toro de Victoriano del Río era pobre de chichas y paupérrimo de fuerzas. Le cuadraba bien el nombre con que le bautizó en mayoral después del parto, se supone que doloroso: Impuesto; es decir, o bien puesto por imperativo de la reata o porque tenía por misión hacer la puñeta al cónclave contribuyente. En cualquier caso, el mermado de carnes se movió por el ruedo dando cambayás y el presidente, con buen juicio, lo devolvió a las lúgubres, pero frescas, dependencias de chiqueros, donde le esperaba la puntilla. En su lugar hubo de lidiarse otro de la misma casa ganadera, más hecho, más fuerte, más toro. Y muy bravo. Lo recogió Sebastián Castella con el capote toreando a la verónica en un saludo templado y largo, completado por unas chicuelinas al paso, graciosas y alegres, avanzando hasta los medios. Se dejó pegar en varas el toro, antes de ser superiormente banderilleado por José Chacón y Luis Blázquez, que saludaron una merecida ovación. Brindó precisamente Castella la faena al primero de ellos y cuajó una espléndida labor, medida y bella, con un explosivo y torerísimo comienzo por bajo, al que siguieron series de muletazos en redondo de suave trazo y largo recorrido. Lo que merecía el bravo toro: un torero de una pieza, asentado y lúcido, de valor sincero y capacidad artística suficiente para enardecer a los íncolas y foráneos que reventaban los tendidos. Si no llega a pìnchar antes de la estocada, mortal de necesidad, le corta las dos orejas al toro, pero paseó por el ruedo una de ellas entre la general complacencia. Así las cosas, con el torero francés hambriento de triunfo, la Puerta del Príncipe comenzó a barruntarse en el horizonte como una previsible conquista.

El cuarto toro la propició; pero no se lo puso fácil. Fue el toro de Victoriano del Río encastado, bravo y codicioso. Diríase que extremadamente codicioso. Embestía con la cara por abajo, sí, pero precisaba la respuesta de una firmeza y una autoridad sin fisuras, en la que el mando, el temple y la quietud estuvieran permanentemente presentes en cada trance, en cada serie, en cada apuesta. Y así fue. Pasaba el toro con las palas de los cuernos al rafe de las espinillas de Castella y a este francés, que este año, el de su reaparición en los ruedos, está más lúcido que nunca, no se le movía ni un músculo. La faena, rematada con un volapié cobrado a ley, fue vibrante porque vibrante fue la actuación del torero. Y, por supuesto, la embestida del toro, una máquina de repetir los embates al galope con redoblado ímpetu, unas acometidas entintadas en fiereza que dejaban patente su afán por alcanzar lo inalcanzable: la dominadora y tersa muleta de Sebastián Castella. Cuando enterró la espada hasta los gavilanes la Plaza fue un clamor. La pañolada, densa y extensa. La dos orejas, impepinables. No faltará quien las cuestione. Ya se sabe que, para la gente de coleta foránea, la Puerta del Príncipe de la Maestranza de Sevilla tiene un “plus” de cotización. Un “plus”, que en francés, que en España quiere decir “más”. Y eso fue lo que puso y expuso Castella ayer en Sevilla, más ambición, más serenidad, más torería y más convicción en sus posibilidades, como nunca lo hiciera en este escenario. Por tan excelso bagaje, cobró el premio gordo: el “non plus ultra ” de la Maestranza.

El resto de la corrida no fue tan feliz. Fallaron los toros del señor del Río, esta vez “guadalquivires” enfangados en la dispareja presentación y en la falta de casta y de celo. Poco pudieron hacer ante ellos Talavante y Roca Rey. Aquél con un primer toro de su lote chico y avacado, remolón y simplón, que se vino abajo nada más comenzar la faena, y un tío, el quinto, castaño albardado y bociblanco que pareció ensoberbecerse en los primeros tercios, pero no valió un duro; y Roca Rey, también con un castaño bravucón, que no le aguantó más que serie y media de muleta, y otro, el sexto, que no le permitió otra cosa que jugarse el tipo en cercanías, ante una embestida vacilante y corta.

La tarde, en suma, fue de Sebastián Castella. Una tarde redonda en la que protagonizó el más feliz de los finales: irse de esta Plaza en hombros de un nutrido grupo de aficionados. La procesión soñada para que sus ojos radiantes, como agujeritos horadados en un rostro permanentemente aniñado, avistaran la anochecida de un susurrante Guadalquivir, diciéndole: Bonsoir, Monsieur. Toutes nos felicitations. Hoy, torea, por Morante.

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