Amigos aficionados…
La narración de Luis Procuna en la película “Torero”, que él mismo protagoniza, tiene mucho sentido para quienes decidieron, a lo largo de la historia, ser parte de la tauromaquia como elemento central. Es decir, toreros.
Siempre, de generación en generación, se tiene a figuras del toreo que, al retirarse, fomentan la eterna pregunta: ¿y ahora quién viene?
Y claro está, también siempre ha habido figuras que toman la estafeta de quienes se marchan. El relevo generacional está listo.
Lo que Procuna, el “Berrendito de San Juan”, narra en su famosa película (producción de un yucateco, Manuel Barbachano Ponce) es la verdad que el toreo de hoy en día se niega a ver, y que, por tanto, los aficionados a la más bella de todas las fiestas, no logran conocer siquiera.
El torero, de preferencia, necesita tener hambre para poder trascender. Hambre de triunfo, cierto, pero también el hambre que todos padecemos, el de la necesidad de tener que comer para poder subsistir.
Y, quiérase o no, hoy en día no nos queda decir otra cosa de que, la mayoría de los casos, los que deciden ser toreros lo hacen porque papá o tío, o abuelo, fueron toreros. O porque tengo dinero y quiero serlo. Eso puede verse como vocación.
Pero ser torero requiere de verdaderas necesidades. Requiere de sacrificios, de que pelees por tu vida, por comer, por tener una oportunidad de meterte a un cartel, no que te digan: “toreas mañana” y ya. Como antaño los boxeadores mexicanos, que eran los ídolos del pueblo, los que cautivaban por el sacrifico que hacían para poder estar allá, los que, sin nada en los bolsillos, ni en los de sus padres, intentaban ganarse una novillada, o una pelea, sin otras armas más que sus deseos grandes.
Y, claro, como apuntó Procuna narrando su vida camino a una tarde grande, “más cornadas da el hambre”, como escribió el genial Luis Spota. Porque vaya que se sufría para poder conseguir una oportunidad en ese entonces. Ahora se sufre igual, pero lo que menos tienen los toreros es hambre.
Procuna cargaba cajones, bultos pesados, antes de ser torero, en el mercado de San Juan de Letrán, donde vendía antojitos en las noches junto a su madre, en que decidió meterse de maletilla, luego novillero y posteriormente matador de toros, de los buenos, de los que peleaban con Carlos Arruza, con Manolete y Silverio Pérez. Dispuesto a morir en el ruedo, aunque él murió en un accidente de aviación cuando ya se había retirado de los ruedos. ¡Qué buena película! Y lo podemos retratar en todos los pasajes de la vida: el que no tenga aspiraciones, hambre, no va a pasar nunca de ser un calientabancas, un llenador de horarios.
– Gaspar Silveira Malaver – Diario de Yucatán